domingo, 31 de julio de 2011

Balas perdidas (cuento original)


Al final todo pasa tan rápido que cuesta acordarse del momento preciso, aunque ese instante en realidad nunca termina de pasar. Algunos detalles se pierden con el tiempo. Se olvidan las caras, la distribución de los impactos, las poses aberrantes del fusilado cuando cae. Pero el cimbronazo del fusil al detonar, el rojo espumoso de la sangre, la muerte que sale del gatillo para abrasar la carne del condenado… Eso se le impregna a uno en las manos, en los ojos, en los oídos. Y las cosas cimbran, y sangran. Cada portazo es un polvorazo del fusil, y cada botella es una herida abierta que llena el vaso de sangre y cada sombra es un cuerpo cayendo a tierra.

La tradición exige un rifle con balas de salva. Traen al reo amarrado. Le vendan los ojos. Lo privan de nuestras caras para que no se distraiga de la cara de la Muerte. Lo colocan frente al paredón. Parece tranquilo, parado frente a la pared, cargado con la culpa de haber caído en manos del bando contrario en una guerra que no entiende. Su cuerpo se enfrenta a cinco balas reales y una imaginaria. Cinco que lo matarán y una que nos permitirá restarle un peso a la conciencia.

El sargento toma posición. Levanta un brazo. Cuando lo baje con violencia, el estruendo será terrible y el hombre caerá a tierra a desangrarse. El sargento mantiene el brazo en alto en un segundo eterno durante el que me da tiempo de pensar en el juego que jugamos. Todos sentirán el cimbronazo, pero yo creeré que soy el que no disparó,  el piadoso hombre cuyo mérito depende del azar; yo jugaré a ser ese hombre, como juega el niño a la guerra con una espada de madera, como juegan los actores y los cantantes en las óperas, como jugamos todos en el gran teatro del mundo a que somos uno y somos muchos, como jugamos a ser el que nos mira de vuelta en el espejo, aunque no sepamos nada de ese mundo invertido desde donde nos mira.

El brazo del sargento resulta más bien una pluma mecida por el viento. Nosotros no disparamos. Nadie dispara. Al final todos son inocentes. Seis rifles disparan salvas, pero el reo igual cae baleado y la tierra lo recibe sedienta.

Los seis nos miramos. La tradición nos premia con la duda a través de la certeza de que sólo cinco rifles dispararon. Cualquiera puede ser el sexto, cuyo rifle no hizo más que sonar. Sin hablar (¿qué se puede decir, si cada uno se cree poseedor de una dicha negada a los demás?), abandonamos el cadáver. Más tarde alguien se lo llevará sin fijarse en los seis hoyos de bala que ninguno de nosotros vio ni provocó.

domingo, 10 de julio de 2011

Lo que dije el ocho, develando la placa de Y.O.


Este fue el discurso que me eché en el acto de develación de la placa de Yolanda Oreamuno, el ocho de julio de 2011, a 55 de su muerte. Ahí por si alguien quiere leerlo.


Soy un lector de Yolanda Oreamuno. Hace cinco o seis años vi al profesor Alfonso Chase hablando en la tele sobre una escritora costarricense. En esos tiempos yo era un aprendiz de lector que creía que la literatura costarricense sólo ofrecía campesinos ingenuos y demás muestras de un folclor que, por más que me esforzara, no podía relacionar con mi entorno, con lo que mi tiempo me había dado para llamarle Costa Rica. Hoy sigo siendo un aprendiz de lector, pero uno que sabe que la literatura nacional tiene para dar muchísimo más que lo que Magón, Aquileo y otros olímpicos nos pretendieron legar.

La admiración con la que el profesor Chase hablaba de la escritora despertó mi curiosidad, por lo que en cuanto pude pregunté en una comprayventa por sus textos. Encontré los Relatos Escogidos y me aseguraron que en unos días recibirían algunos ejemplares de su novela. En ese momento no había una sola reedición reciente de La ruta de su evasión. La que conseguí era una modesta de EDUCA, verde, con el retrato de Margarita Berthau en la portada. A la semana, tras concluir la lectura, yo tenía claro que iba a ser difícil encontrar una novela costarricense que superara a aquella. Hasta la fecha, no lo he logrado.

Con los años aprendí más sobre ella, sobre su obra y su vida. Me llené la cabeza de los miles de disparates que se cuentan sobre su vida, las mentiras, las anécdotas. Leí sus ensayos, la manera en que criticaba a su sociedad, a lo que el tiempo le dio para llamarle Costa Rica, que curiosamente, no se diferenciaba tanto de lo que me había dado a mí. Por supuesto, releí varias veces su novela y la admiración no hizo más que crecer. Ese sentimiento fue el que me trajo a este cementerio hace más de año y medio, con la intención de conocer su tumba. Ese sentimiento fue el que no me permitió dejarla como la encontré, sin una marca que indicara que ahí yacía ella, la que escribió La ruta de su evasión.

Hoy finalmente se lleva a cabo mi cometido, pero el rescate de Yolanda Oreamuno debe ir muchísimo más allá de ponerle una placa a su tumba. Lo que cuenta es que se lea su obra, que se discuta, que se analice y se critique, puesto que ese es su legado, lo que nunca morirá de ella. Sus restos yacen bajo tierra como lo harán los de cualquiera, pero lo que la diferencia es esa obra viva, hermosa, vigente y profunda que nos toca mantener con vida.

De Yolanda se dice mucho, pero no todo es pertinente. Hay que luchar en contra de su mito, del aura de misterio y morbo con que algunos la envuelven. Si era bonita o no, si tuvo las medidas de miss universo o si la secuestraron cuando era joven… son trivialidades que deberían languidecer ante la fuerza de sus textos y el enorme provecho que aún podemos sacar de ellos como país, como sociedad y como comunidad literaria.
Atentos observadores han descubierto rasgos negativos en sus páginas, como un sonado racismo que se ha señalado en varias ocasiones. Yo mismo podría acotar que en sus cartas se nota una innegable arrogancia, pero es que ¿quién ha dicho que Yolanda era perfecta? No hay que perder de vista que tratamos con un ser humano, no con una diosa, ni siquiera con un ángel, como decía su amiga Eunice. Un ser humano extraordinario, sí, pero propenso a equivocarse como cualquiera de nosotros.

Ante esta iniciativa surgieron ciertas críticas, sobre todo dirigidas a la familia de don Sergio Barahona. Se habló de que tuvieron a Yolanda en el olvido hasta que “alguien de afuera”, como me llamaron, alzó la voz para hacer algo. Yo me pregunto si esos críticos se sentirán tan lejanos de Yolanda como para no haber hecho nada por su cuenta en todos estos años y ejercer ahora el derecho a señalar culpas. A Yolanda nos la hemos apropiado sus lectores, los que nos jactamos ahora de decir que es una escritora “costarricense” y la incluimos en cursos de literatura nacional, soslayando que ella misma renegó de su nacionalidad. La responsabilidad por su abandono recae antes en nosotros, sus lectores, que en su familia directa.
El tema de la nacionalidad me llevó a considerar muchas veces seguir con este asunto. ¿Le hubiera gustado a Yolanda un homenaje como este, en tierras costarricenses? Es probable que no, pero es seguro que en Guatemala o en México, países que ella terminó amando, su reconocimiento nunca hubiera llegado. De una forma u otra, es aquí donde yacen sus restos, es aquí donde se reeditan sus obras y es aquí donde, como lo comprueba esta concurrencia, se le quiere y se le recuerda.

Los ticos, que presumimos de trabajadores, nos caracterizamos por mover un dedo únicamente cuando es estrictamente necesario, en una muestra de desapego y pereza sólo explicable remontándonos a los orígenes de la nación, cuya independencia llegó sobre una mula sin que nadie la pidiera ni mucho menos la deseara. Sin embargo, el hecho de encontrarnos hoy aquí, haciendo lo que estamos haciendo, da a entender que lo único que falta para que las cosas pasen es ponerse a hacerlas. Ni siquiera un golpe tan bajo como la negación de ayuda del Ministerio de Cultura consiguió evitar que lleváramos a buen término esta iniciativa que empecé sólo y que termino en compañía de todos ustedes. En particular, quisiera resaltar el apoyo incondicional de varias personas: Warren Ulloa, el primero que me escuchó despotricar respecto al abandono en que estaba la tumba y en ofrecerme su ayuda para difundir la idea de restaurarla; Evelyn Ugalde, quien desde que la conocí hasta el día de hoy siempre me preguntó cómo iban las cosas y se puso a mi completa disposición; Alexánder Obando, Gustavo Solórzano, Juan Murillo y Guillermo Barquero, amigos escritores a quienes contacté en primer lugar buscando apoyo, el cual me brindaron junto con ciertas observaciones y consejos; Dora Araya, Natasha Herrera e Irina Calvo, amigas que me contactaron interesadas en colaborar; Alfredo González, a quien me une la admiración desmedida por Yolanda, cuyo aporte para localizar a los dueños originales de la fosa fue determinante; Mónica List, quien me ayudó a llegar ante el ministro de cultura para exponerle la iniciativa, la cual ella abrazó como propia; Eugenio García, quien no dudó en apoyarme sinceramente; Dino Starcevic, quien impulsó la faceta final de la lucha con su arte gráfico tan oportuno y creativo; Sofi Vindas, del colectivo de historia del arte 8 y ½, que me dio espacio para narrar la aventura; Amanda Rodríguez y Kryssia Ortega, por sus oportunos espacios radiales que ayudaron a difundir la intención;  Lorna Chacón por conseguir, mediante el Museo Nacional y el CENAC, el respaldo técnico a esta actividad; y, muy especialmente,  Sergio y Ana Barahona, gracias a quienes hoy, luego de un año y medio de lucha, puedo decir que la tumba de Yolanda Oreamuno ya no se encuentra en el abandono.