Uno sabe que el mundo se ha vuelto loco cuando el mejor rapero es blanco, el mejor golfista es negro, los suizos ganan la Copa América de vela, Francia acusa a EEUU de arrogancia, los alemanes no quieren ir a la guerra y los pacifistas se manifiestan con violencia.
¿Internet? ¿Sabiduría popular? ¿Alguien?
2010 y el rancho ardiendo. Hace más de dos milenios Cristo nació, vivió, murió y resucitó, pero algo lo espantó de vuelta al cielo. ¿Una visión de lo que le esperaba a esa humanidad de la que se había decidido a formar parte? Tal vez. La cosa es que se fue y aquí seguimos los demás, disque construyendo algo nuevo con los restos de lo que fuimos y quisimos dejar de ser, para ser algo más; cuando menos, algo distinto.
Terrícola. Americano. Latinoamericano. Centroamericano. Costarricense. Josefino. Paveño. La geografía pone más epítetos delante de uno que la universidad. Católico. Agnóstico. Demócrata. Capitalista. Esas me las pusieron mis papás y la sociedad. Las tachaduras son mías (así como las correcciones) y hubiera querido varias más pero uno sigue votando para evitar el mal de conciencia y consumiendo para no perder la costumbre y ya ni modo. Estudiante. ¿Filólogo? ¿Literato? ¿Lingüista? Mi título y mi actividad académica siguen sin ponerse de acuerdo. Por mí, escritor y bajista estaría bien. ¿Bajista? Sí. Devoto metalero. Faltaba esa: Metalero. Si consideramos las múltiples opciones con las que se podría cambiar cada una de esas designaciones, y las combinaciones de las mismas, nos enteramos de la enorme, ciclópea (aunque tenga muchos ojos) cantidad de posibilidades disponibles para ser un individuo de la sociedad global contemporánea. ¿Contemporánea? Una consulta al adorado tormento y 1. adj. Existente en el mismo tiempo que una persona o cosa. 2. adj. Perteneciente o relativo al tiempo o época en que se vive. 3. adj. Perteneciente o relativo a la Edad Contemporánea. Pues sí, con mayúsculas y todo. En la escuela me grabaron a cincel las diferentes edades de la historia: Antigua, Media, Moderna y Contemporánea. No podía ser diferente. Pero a pesar de todo, un término sigue flotando en el ambiente con intenciones de meterse en el lugar de “contemporánea”, para impregnarlo todo con sus aires posmodernos.
Posmodernidad. ¿Edad Posmoderna? Algo así. Mucho gusto. ¿Me podría decir exactamente qué es usted? Me lo imaginaba, yo tampoco. En primer lugar, ¿Por qué posmodernidad, si teníamos ya el simple y bonito nombre de Edad Contemporánea? Ya Alejandro Sastre observó el inconveniente, como lo reseña José María Laso Prieto: “[Sastre] discute incluso la propia pertinencia del término posmodernidad, ya que –después de una perspectiva histórica– a la Edad Moderna sucede la Edad Contemporánea. Sería por ello mejor hablar de contemporaneidad que de posmodernidad” (2008). No obstante, es un hecho que resulta un tanto inocente a nivel histórico pretender que de ahora en adelante viviremos en la Edad Contemporánea, como si no existiera la posibilidad de que la historia siguiera su curso y algún hecho futuro, si no es que ya pasado, le sirviera a los futurísimos historiadores para marcar un fin de esta edad y el principio de otra. Además, si hemos dado en llamar a nuestro tiempo Edad Contemporánea, ¿cómo llamaríamos una edad posterior? ¿Edad más Contemporánea? ¿Edad poscontemporánea? ¿Contemporánea 2.0? No sé a quién se le habrá ocurrido que su tiempo debía llamarse Contemporáneo, nombre propio, como si el tiempo que restara fuera por siempre a ser igual a su tiempo. En fin, si Fukuyama se atrevió, tras la caída de los regímenes del este de Europa y de la perestroika de Gorbachov, a proclamar el fin de la historia, con el triunfo incuestionable de la democracia y el capitalismo, la verdad es que se puede uno creer cualquier cosa.
Tal vez sea un mero síntoma de estar vivos y no tener más para juzgar el mundo que el presente en que vivimos, pero realmente es difícil imaginarse el mundo dentro de cien años, cuando otros nos conviertan en sus objetos de estudio, como representantes de un tiempo y una sociedad ya pasados y, acaso, superados. Los renacentistas se imaginaron al principio de una era de progreso indetenible, el renacer, la recuperación del centro del universo y del pensamiento. No se podían imaginar que sus inmediatos sucesores echarían de menos al Abba Pater y serían víctimas de un miedo al vacío que los llevaría a saturar sus altares y enrevesar sus poemas, ni que dos siglos después se declararía, ahora sí, la razón como ama y señora del universo, de cuya mano la humanidad llegaría al estado supremo de iluminación y conocimiento; máxime si de la otra mano la llevaba la industrialización decimonónica. Lo que nadie podía esperarse, ni renacentistas, barrocos, ilustrados ni industrializados, era que a los catorce años del siglo XX lo que exhibiría el ser humano con toda su maquinaria sería su incontenible capacidad de destrucción. La Gran Guerra, llamada así porque no podía saberse que aquello tendría segunda parte, aún más devastadora. Con esos antecedentes, es duro, y aterrador, imaginar qué podrá esperarse de aquí a algunas décadas. Como explica Laso Prieto, según los teóricos de la posmodernidad, “esta sociedad liberará al hombre de sus limitaciones físicas y económicas, pues el trabajo automatizado de las máquinas, los ordenadores, etc., suprimirá, casi por completo, el trabajo muscular y proporcionará al hombre más tiempo libre” (2008). Algo así dijimos de la Revolución Industrial. Si a tales esperanzas siguió el desencanto brutal de las Guerras Mundiales, no quiero suponer lo que nos espera ahora.
“Estoy convencido (…) de que nos esperan tiempos difíciles y oscuros” afirma el profesor Dumbledore en las últimas páginas de Harry Potter y el cáliz de fuego. En realidad la oscuridad medieval, tan supuestamente desterrada por el Siglo de las Luces, parece no haberse ido o retornar ahora renovada. Pero no se trata tanto de drama pesimista, que bien podría hacerse dadas las expectativas de futuro ya apuntadas, sino de una consideración de lo que nos ofrece la cultura a nuestro alrededor, hoy día. “Hace ciento treinta años, después de visitar el país de las maravillas, Alicia se metió en un espejo para descubrir el mundo al revés. Si Alicia renaciera en nuestros días, no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría asomarse a la ventana” (2003: 2) afirma Galeano en un brevísimo prólogo, quizá un epígrafe, de su Patas Arriba. La escuela del mundo al revés. En la última página del texto, se lee otro pequeño párrafo (deberíamos buscarle un nombre a un epígrafe final): “El autor terminó de escribir este libro en agosto de 1998. Si quiere usted saber cómo continúa, lea, escuche o mire las noticias de cada día” (346). La historia no se escribe solo en libros. Está ahí, viva en el mundo, o más precisamente, en los medios. Si bien Galeano hace de algún modo drama pesimista, con justa razón, su visión me sirve para apuntar a otra oscuridad. Culturalmente estamos sumidos en unas tinieblas curiosas. Un video de El Burro de Licha, subido recientemente a youtube , parodia el programa Gladiadores Americanos. La burla consiste en que, sobre el video en que cada uno de los gladiadores se presenta, un ingenioso observador grabó voces con parlamentos alterados para los personajes, de modo que se caracteriza a cada uno como representante de un estrato sociocultural costarricense. Aparecen el típico pachuco ligador, el polo “de allá p’entro” y el negro limonense. Sin embargo, llamó mi atención ver que además incluyeron al bailarín brasileño que conformó un grupo de baile en el país. Culturalmente, ya este individuo con acento portugués, cuerpo escultural y gran (o no tanto) habilidad para mover las caderas forma parte de los costarricenses. Así mismo el colombiano, el nica y hasta el gringo que se viene a vivir a una costa nacional. Nuestra cultura no es un caldo homogéneo, muchísimo menos blanco, como se pretendió (y aún se pretende) creer. ¿Qué es ser costarricense en la actualidad?
Esa pregunta puede hacer eco de muchas maneras. ¿Qué es ser un joven costarricense en la actualidad? En primer lugar, estar expuesto a una avalancha de subculturas, entendiendo por estas lo que define Bernal Herrera como las formas culturales “conscientemente adoptadas por grupos minoritarios que se identifican de manera explícita con un conjunto de prácticas que, sin ser las dominantes, no cuestionan los valores centrales de la cultura dominante en la cual se insertan” (2006). Apunto a los otaku, los emo, los metaleros, los punk y demás subculturas con las cuales la juventud (sí, sí, yo también) se identifica cada día más. Estas manifestaciones cobran cada vez más fuerza, al punto de que se realizan festivales dedicados al manga y el anime, así como a las historietas de producción occidental, con organizaciones y producciones cada vez más refinadas, y con una concurrencia de miles de personas. Así mismo, recientemente el Ministerio de Cultura y Juventud realizo el Primer Encuentro de la Cultura Metal, acogiendo en la oficialidad a una manifestación cultural que años atrás sufrió persecución policial y mediática.
En la literatura se notan movimientos similares, como es el caso del actual surgimiento de la ciencia ficción nacional, que no solo se manifiesta cada vez más en libros de publicación independiente, sino que ya ha calado hasta las editoriales estatales, como es el caso del libro Deus ex machina, de Daniel Garro, y la antología Posibles futuros, de varios autores, ambos publicados por la EUNED. La fantasía y el terror también son géneros que cada vez están adquiriendo más presencia no solo en editoriales y publicaciones, sino en las mismas universidades, donde se las toma en cuenta en cursos y trabajos.
Es evidente que tanto en música, cine, literatura y cultura en general, hoy en día la diversidad es enorme y la tendencia apunta cada vez más a la defensa de lo que la oficialidad, la academia, la crítica, han relegado a los márgenes. La posmodernidad, afirma Laso Prieto, muestra “incredulidad respecto a los grandes relatos; entendiendo por tales la dialéctica hegeliana de la historia, la teoría de la lucha de clases, etc.; por el contrario, total asunción de los pequeños relatos que constituyen la forma que adopta la invención imaginativa” (2008). Podríamos cambiar los términos “grandes relatos” por “géneros consagrados” y “pequeños relatos” por “géneros marginados” y tendríamos el panorama literario contemporáneo.
Eduardo Galeano, dando voz a estos “pequeños relatos”, enuncia grafitis que lee en las ciudades latinoamericanas: “Cuando teníamos todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas”, escribe alguna mano anónima en un muro de la ciudad de Quito” (2003: 320), cita, en una frase que pareciera encerrar el significado de toda una era, la era del pos-: posestructuralismo, el poscolonialismo, la posmodernidad, en fin, el momento en que la humanidad se quedó sin alternativas, en que no encontró otra posible solución y no encontró más que mirar atrás y arremeter contra las promesas que nunca se cumplieron. Si hubo o hay salidas, ya Galeano no las enuncia. Palabras de Alain Turain, teórico de la posmodernidad citadas por Carlos Fuentes, no lo pueden decir mejor: “"Pertenezco a la eterna izquierda, la que nunca ejerce el poder, que por esencia se inclina al abuso" (Fuentes, 2002). Ante la imposibilidad de detener la injustica, al quedar el capitalismo “súbitamente huérfano de enemigo” (2003: 317), como dice Galeano, no queda más que hacerle la vida lo más difícil posible, con ironía y crítica, así como una juventud se la hace a una tradición literaria y cultural que ya no los representa, que ha dejado de serles propia y necesita ser sustituida por algo, por lo que sea.
No obstante ese camino no está libre de inconvenientes. En la introducción de Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Umberto Eco señala que “si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre (…), la mera idea de una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos, y elaborada a la medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. Y puesto que ésta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se convierte en el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la ‘cultura de masas’ no es signo de una aberración, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de cultura (último sobreviviente de la prehistoria, destinado a la extinción) no puede más que expresarse en términos de Apocalipsis” (1973: 12). Sin embargo, “en contraste tenemos la reacción optimista del integrado. Dado que la televisión, los periódicos, la radio, el cine, las historietas, la novela popular y el Reader’s Digest ponen hoy en día los bienes culturales a disposición de todos, haciendo amable y liviana la absorción de nociones y la recepción de información, estamos viviendo una época de ampliación del campo cultural en que se realiza finalmente a un nivel extenso, con el concurso de los mejores, la circulación de un arte y una cultura ‘popular’. Que esta cultura surja de lo bajo o sea confeccionada desde arriba para consumidores indefensos, es un problema que el integrado no se plantea” (ídem). Como concluye Eco, apocalipsis e integración cultural son, en última instancia las dos caras de un mismo problema puesto que, si bien es cierto la cultura es hoy por hoy mucho más que lo política o académicamente correcto, las bellas artes y las costumbres tradicionales, la alternativa a todo esto no puede ser ese “lo que sea” tan arbitrario que enuncié arriba, que ha de dar a los jóvenes una nueva cultura de donde apoyarse. Y a pesar de que Eco escribió esto hace casi cuarenta años, seguimos en una sociedad donde conviven directores de secciones culturales de periódicos que exigen métrica y rima para publicar poemas, con profesores universitarios que afirman que la literatura ha perdido su responsabilidad de ser profunda en pro de ser entretenida, lo cual conviene más ahora que no se lee.
Quién sabe, tal vez el mismo hipotético lector de estas páginas no me reproche dejar a Harry Potter sin referencia bibliográfica. Al fin y al cabo es Harry Potter. ¿O no? ¿Apocalíptico? ¿Integrado? ¿Habrá que añadir otra a las etiquetas con que empezamos? No sé, dígame usted.
Bibliografía
Eco, Umberto. Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas. Barcelona: Lumen. 1973.
Fuentes, Carlos. En esto creo. México: Seix Barral. 2002
Galeano, Eduardo. Patas Arriba. La escuela del mundo al revés. México: Siglo XXI editores. 2003.
Herrera, Bernal. Cultura y contracultura: observaciones periféricas. (Documento en línea). Realidad, 108. 2006. http://www.uca.edu.sv/revistarealidad/archivo/4ca36cc5b50cbculturaycontracultura.pdf. Consultado el 2 de diciembre de 2010.
Laso Prieto, José María. Ideología de la posmodernidad. (Documento en línea). El Catoblepas. n.78. 2008. http://www.nodulo.org/ec/2008/n078p06.htm. Consultado el 2 de diciembre de 2010.
8 comentarios:
Muy bueno JuanPablo. Habrás notado que la división dialéctica de Eco entre apocalípticos e integrados es hegeliana y apropiada para los 60-70 del siglo veinte. La mezcla de alta y baja cultura, por decirles de algún modo, refleja la desaparición de los grandes relatos, del Arte con A mayúscula, de la Historia con H mayúscula. Más puntualmente, lo que se detiene durante el posmodernismo es la idea de progreso alrededor de un centro cultural único y auténtico, que es eminentemente moderna. El tiempo simplemente no va sólo hacia adelante. El concepto de progreso en la tecnología es indispensable, pero ya a estas alturas está claro que no existe el progreso en literatura. Existen áreas de interés, esferas de influencia, modas, sensibilidades comunes, emergentes, declinantes, etc. Escuchamos Rhiana y Sodom y Mahler y Rachmaninoff y Fabulosos Cadillacs, nos gusta Archimboldo y nos gusta Barnett Neuman, leemos a Shakespeare y leemos Watchmen. ¿Cómo debemos escribir? Pues como nos de la gana, esa es la conclusión última de lo que estamos viviendo en la contemporaneidad, el posmodernismo. Nuestra sensibilidad es perfectamente válida y viable, sea cual sea, hay espacio para todas las mezclas, para todas las hibridaciones.
Me olvide suscribirme...
Hola Juan Pablo... Me di una vuelta por tu blog. Pocas personas que conozco se toman el tiempo de subir en su blog artículos tan elaborados como este. En fin... Yo creo que señalás, efectivamente, muchas características de la sociedad moderna. La paradoja de las nomenclaturas me parece circular: cualquier etiqueta, cualquier nombre, siempre tiende a la dialéctica y al sinsentido. Pensemos también que la Edad Media quedó bastante tiempo atrás en el sánguche. Lo mismo aplica para los grupos "urbanos". Se trata de clasificaciones sociologizadas que le permiten a los académicos debatir en el aula y después en la Calle de la Amargura. Por ejemplo, hace poco leí un artículo interesante sobre los nativos digitales o los "homo zappiens" como algunos han dado en llamarlos. Creo que se trata de posturas para comprender y analizar una pretendida realidad. Habrá que discutirlo por Omar Khayam. Un abrazo.
Juancho y Laura: Me alegro de que les gustara el texto. Respecto a lo que dice Laura de que es un texto con elaboración poco vista en blogs, debo admitir que es un trabajo final de la U que subí al blog, tal vez por eso parece trabajadillo.
Ahora, precisamente Juancho, el revoltijo cultural que vivimos actualmente conduce a esa libertad que proclamamos de que la única manera correcta de escribir es haciéndolo como nos de la gana, lo cual anula de hecho la idea de "manera correcta". Recuerdo que yo pensé en todo esto cuadno la Academica le dio el Oscar de mejor película a El retorno del rey. Cada vez más, la crítica se va viendo obligada a reconocer que hay otras opciones que a su vez están dando material de calidad y que hay que estudiar. Aunque es un hecho que quedan muchos apocalípticos por ahí sueltos.
Y Laura, lo de las etiquetas es precisamente eso. En el metal uno lo vive a cada rato: se forman bandos porque unos oyen black metal, otros death metal y otros power metal, y la escena metalera nacional se sigue hundiendo precisamente por la falta de unión, porque todo mundo juega de analista y le pone nombre a cosas que probablemente ni siquiera lo merezcan o lo necesiten. Todos oímos metal, ¿por qué no dejamos el pleito? La misma situación se ve en todo lado. Basta pensar en la poesía nacional, donde trascendentalistas se agarran con antipoetas y etc. Voy a revisar eso de los homo-zappiens y una pregunta, ¿quién o qué es Omar Khayam? Obtuve varios resultados en interné pero no me pareció que alguno sea el que referís.
Un abrazo a ambos dos.
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