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viernes, 16 de septiembre de 2011

Warren Ulloa. Bajo la lluvia Dios no existe...

Como se verá en adelante, decir algo objetivo sobre Bajo la lluvia Dios no existe me resulta ciertamente complicado y no tanto porque Warren sea un compa ya de años ni porque su novela sea la primera (y única) que he leído inédita, sino porque el impacto que causó en mí su lectura no fue para menos.

El hecho es el siguiente: en mis años de colegial, la literatura no era precisamente una de mis aficiones. Podría decirse que los únicos libros que disfruté (creo que también los únicos que terminé) fueron Crónica de una muerte anunciada y El viejo y el mar. Nótese la ausencia de literatura costarricense en la dupla. ¿La razón? La literatura costarricense se me hacía terriblemente aburrida y plana, por no decir que gravemente ajena. Lo que yo podía percibir a mi alrededor como realidad nacional no se parecía en nada a lo que los textos de Magón, Gagini, García Monge, Lyra y Calufa pintaban como tal y, aunque con los años de estudio he reconocido el valor y la trascendencia de estos autores, no se le podía pedir tanto a un adolescente que en lo último que quería invertir tiempo era en la lectura.

Cuando las cosas cambiaron y empecé a leer, mi relación con la literatura costarricense siguió siendo distante, asumo que por ese desfase cultural que había experimentado con mis lecturas de juventud. Fue cuando conocí a Yolanda Oreamuno que el horizonte se expandió y caí en la cuenta de los diversos caminos que, a partir de ella y de escritores posteriores como Alfonso Chase y Carmen Naranjo, era posible seguir en la narrativa nacional. Sin embargo, algo seguía faltando; aún no había sentido que aquel mundo narrado fuera el mío, éste desde donde leo y vivo el día a día.

Bajo la lluvia Dios no existe es la primera obra literaria en que la sensación de pertenencia e identificación ha sido, para mí, absoluta. Principalmente, el logro es a nivel lingüístico. El habla coloquial costarricense de las más recientes generaciones no había sido retratado con tanta fidelidad, con todos sus giros, anglicismos, obscenidades, mezclas de formas de tratamiento y hasta imperfecciones sintácticas, antes de esta novela. Es tal el desenfado del lenguaje que es imposible no soltar la risa ante expresiones como “estoy sacando clavos con el culo” o “comé mucha mierda”, utilizadas en momentos tan precisos que la gracia no proviene de la presencia misma de la frase, sino del hecho de que es justo lo que uno hubiera dicho en un contexto como el planteado. Si bien hay quien pudiera decir que un habla tan autóctona dificultaría la lectura fuera de las fronteras nacionales, hay que tomar en cuenta que son muchos los años que tenemos leyendo a españoles, gringos y argentinos que no escatiman al recurrir a sus gilipollas, fucks y ches, sin que nadie les pida cuentas ni glosarios al respecto. Evidentemente hablamos de centros culturales canonizados desde siempre, pero esa no es razón para que costarrica no busque el reconocimiento de sus variantes lingüísticas.

El logro de la novela, más que transgredir la doble moral que caracteriza a la sociedad costarricense desde siempre (el cual es, de hecho, un gran logro), es obligar a quien lee a reconocer que ese es su mundo, sin eufemismos ni disimulos. Transgredir por el sólo hecho de hacerlo es simple, en realidad, pero la novela de Ulloa saca roncha por la sinceridad con que se desarrolla, por el innegable empuje humano que se percibe detrás de cada página, lo cual nos confirma que hay mucho más en nosotros mismos que aquello que estamos dispuestos a reconocer frente a los demás y frente a nosotros mismos. La libertad con que el sexo es abordado, llamando picha a la picha, panocha a la panocha y leche a la leche, como tanto se oye y se dice a diario, es un buen ejemplo de esa transparencia que, a pesar de su honestidad, no conviene a la mayoría puesto que vivimos bajo el axioma “hay un lugar y momento para todo”, como si por cambiar de situación cada quien dejara de ser quien es y la “adecuación” de conducta no fuera simplemente otra forma de la hipocresía, tan necesaria en una sociedad confesional, mojigata e intolerante como la costarricense.

Y hablando de costarrica, el retrato de la juventud de clase media-alta josefina es ciertamente fidedigno a la situación contemporánea. Tanto las costumbres (borracheras, mejengas, fiestas, masturbación, chat, drogas, sexo) que los jóvenes de hoy suelen practicar, como las subculturas (metaleros, hipsters, electrónicos, emos) con las que se identifican están presentes en el relato, con todas las particularidades que las diferencian y el hecho que las une a todas como expresión de una misma circunstancia: la búsqueda desesperada de los jóvenes por una identidad, a través de un medio que brinda muchas opciones que terminan siendo poco más que una forma de vestir y un género musical que oír.

Bernal y Mabe, dos jóvenes provenientes de familias disfuncionales que a punta de plata pretenden encausar la existencia de sus hijos, se abren paso a través de un mundo que les pone al alcance de la mano todo tipo de sedantes, desde drogas hasta ipods, pasando por la poesía y la comida chatarra, con los cuales aislarse del mundo y vivir la ilusión de la existencia hedonista y autosuficiente de la sociedad de consumo. Ellos viven el día a día, “la vida loca”, sentencia Mabe citando a Ricky Martin, como si no hubiera mañana porque, precisamente, ¿qué importa el mañana? ¿Para qué ocuparse de futuros cuando el único presente está, por un lado, solucionado con los recursos económicos inagotables que proveen mami o papi y, por otro, convulsionado por el vacío existencial generado en la misma familia? Porque los mayores no escapan a la evasión sistemática y crónica: don Lorenzo, padre de Bernal, sueña con ser parte de la Federación de Fútbol para viajar por el mundo y ojalá ocupar un puesto en la mismísima FIFA; doña Ofelia, madre de Mabe, se fue de cabeza en la religiosidad alternativa del new age; y para terminar de hacerla, Fabiola, madre de Bernal, y Agustín, padre de Mabe, se casan en un intento por rehacer sus vidas, aunque la de Agustín está ya tan envuelta en líos legales y crímenes que es difícilmente rescatable.

En medio de este caos identitario, donde la moral se diluye en un vórtice de motivaciones y circunstancias, aún es inevitable encariñarse con los personajes, quienes recorren un “paseo hacia el abismo”, como lo cataloga el propio Bernal, del cual quisiera uno olvidarse para añorar un final feliz, un desenlace que pusiera las cosas en su sitio y castigara a los malos y premiara a los buenos. Pero es que la realidad que la novela pone en evidencia no deja claro cuál es ese sitio donde deberían estar las cosas, mucho menos quiénes son los malos a castigar y los buenos a premiar. El descarnado contrasentido de la sociedad actual se manifiesta con toda su destructividad en el final del texto, un final horrendo, indeseable, inesperado incluso, un final ante el que uno se siente impotente, privado de toda posibilidad de encontrar justicia o siquiera piedad, y, para colmo, con la clara sensación de que en realidad no había mucho más que esperar desde un principio, cuando se anunció que las cosas no iban para otro lugar que el “abismo”. El lector, no por inconformidad estética, sino ética, no querrá que sea cierto. Pero lo será, porque costarrica vive bajo la lluvia y bajo la lluvia Dios (con mayúscula) no existe.

En un aspecto formal, la novela no es perfecta, ni mucho menos. Hay ciertos errores en la trama (como aquel famoso del Quijote en que a Sancho le roban el asno y un par de capítulos después aparece bien montado en él), problemas de redacción e inconsistencias sintácticas (de las que a veces es difícil saber hasta qué punto son errores o recursos), a lo cual no contribuye una edición francamente descuidada, en la que es normal encontrar palabras que se repiten (incluso hay una línea por ahí que se repite completa) y uno que otro dedazo; este problema en la edición no es exclusivo de Uruk, sino que hasta en una editorial estatal como es la EUNED los errores están a la orden del día. Definitivamente las editoriales tienen que poner más atención a estos detalles, que deberían ser fundamentales a la hora de publicar textos escritos.

Más allá de imperfecciones y posibles correcciones, Bajo la lluvia Dios no existe es una novela como la literatura costarricense la estaba pidiendo a gritos y no sólo por su construcción lingüística. Es una novela sincera, directa, sin miedo pero aterradora, que hurga en lo profundo de una conciencia nacional basada en la negación y el disimulo demostrando que, como dijo Milan Kundera, es mucha la mierda que circula bajo las calles, mientras arriba todo el mundo trata de olvidarse de que existe. Es una novela que jamás se contará entre las lecturas obligatorias del M.E.P. (Mantenimiento de Estupidez Popular), pero que bien serviría para que los jóvenes de un país como este, en el que el asesinato de una directora a manos de un estudiante ya no es un hecho inédito, reconocieran ese medio hostil que los espera en la calle, si no es que lo están viviendo ya en la (in)comodidad de sus hogares.

domingo, 31 de julio de 2011

Balas perdidas (cuento original)


Al final todo pasa tan rápido que cuesta acordarse del momento preciso, aunque ese instante en realidad nunca termina de pasar. Algunos detalles se pierden con el tiempo. Se olvidan las caras, la distribución de los impactos, las poses aberrantes del fusilado cuando cae. Pero el cimbronazo del fusil al detonar, el rojo espumoso de la sangre, la muerte que sale del gatillo para abrasar la carne del condenado… Eso se le impregna a uno en las manos, en los ojos, en los oídos. Y las cosas cimbran, y sangran. Cada portazo es un polvorazo del fusil, y cada botella es una herida abierta que llena el vaso de sangre y cada sombra es un cuerpo cayendo a tierra.

La tradición exige un rifle con balas de salva. Traen al reo amarrado. Le vendan los ojos. Lo privan de nuestras caras para que no se distraiga de la cara de la Muerte. Lo colocan frente al paredón. Parece tranquilo, parado frente a la pared, cargado con la culpa de haber caído en manos del bando contrario en una guerra que no entiende. Su cuerpo se enfrenta a cinco balas reales y una imaginaria. Cinco que lo matarán y una que nos permitirá restarle un peso a la conciencia.

El sargento toma posición. Levanta un brazo. Cuando lo baje con violencia, el estruendo será terrible y el hombre caerá a tierra a desangrarse. El sargento mantiene el brazo en alto en un segundo eterno durante el que me da tiempo de pensar en el juego que jugamos. Todos sentirán el cimbronazo, pero yo creeré que soy el que no disparó,  el piadoso hombre cuyo mérito depende del azar; yo jugaré a ser ese hombre, como juega el niño a la guerra con una espada de madera, como juegan los actores y los cantantes en las óperas, como jugamos todos en el gran teatro del mundo a que somos uno y somos muchos, como jugamos a ser el que nos mira de vuelta en el espejo, aunque no sepamos nada de ese mundo invertido desde donde nos mira.

El brazo del sargento resulta más bien una pluma mecida por el viento. Nosotros no disparamos. Nadie dispara. Al final todos son inocentes. Seis rifles disparan salvas, pero el reo igual cae baleado y la tierra lo recibe sedienta.

Los seis nos miramos. La tradición nos premia con la duda a través de la certeza de que sólo cinco rifles dispararon. Cualquiera puede ser el sexto, cuyo rifle no hizo más que sonar. Sin hablar (¿qué se puede decir, si cada uno se cree poseedor de una dicha negada a los demás?), abandonamos el cadáver. Más tarde alguien se lo llevará sin fijarse en los seis hoyos de bala que ninguno de nosotros vio ni provocó.

domingo, 10 de julio de 2011

Lo que dije el ocho, develando la placa de Y.O.


Este fue el discurso que me eché en el acto de develación de la placa de Yolanda Oreamuno, el ocho de julio de 2011, a 55 de su muerte. Ahí por si alguien quiere leerlo.


Soy un lector de Yolanda Oreamuno. Hace cinco o seis años vi al profesor Alfonso Chase hablando en la tele sobre una escritora costarricense. En esos tiempos yo era un aprendiz de lector que creía que la literatura costarricense sólo ofrecía campesinos ingenuos y demás muestras de un folclor que, por más que me esforzara, no podía relacionar con mi entorno, con lo que mi tiempo me había dado para llamarle Costa Rica. Hoy sigo siendo un aprendiz de lector, pero uno que sabe que la literatura nacional tiene para dar muchísimo más que lo que Magón, Aquileo y otros olímpicos nos pretendieron legar.

La admiración con la que el profesor Chase hablaba de la escritora despertó mi curiosidad, por lo que en cuanto pude pregunté en una comprayventa por sus textos. Encontré los Relatos Escogidos y me aseguraron que en unos días recibirían algunos ejemplares de su novela. En ese momento no había una sola reedición reciente de La ruta de su evasión. La que conseguí era una modesta de EDUCA, verde, con el retrato de Margarita Berthau en la portada. A la semana, tras concluir la lectura, yo tenía claro que iba a ser difícil encontrar una novela costarricense que superara a aquella. Hasta la fecha, no lo he logrado.

Con los años aprendí más sobre ella, sobre su obra y su vida. Me llené la cabeza de los miles de disparates que se cuentan sobre su vida, las mentiras, las anécdotas. Leí sus ensayos, la manera en que criticaba a su sociedad, a lo que el tiempo le dio para llamarle Costa Rica, que curiosamente, no se diferenciaba tanto de lo que me había dado a mí. Por supuesto, releí varias veces su novela y la admiración no hizo más que crecer. Ese sentimiento fue el que me trajo a este cementerio hace más de año y medio, con la intención de conocer su tumba. Ese sentimiento fue el que no me permitió dejarla como la encontré, sin una marca que indicara que ahí yacía ella, la que escribió La ruta de su evasión.

Hoy finalmente se lleva a cabo mi cometido, pero el rescate de Yolanda Oreamuno debe ir muchísimo más allá de ponerle una placa a su tumba. Lo que cuenta es que se lea su obra, que se discuta, que se analice y se critique, puesto que ese es su legado, lo que nunca morirá de ella. Sus restos yacen bajo tierra como lo harán los de cualquiera, pero lo que la diferencia es esa obra viva, hermosa, vigente y profunda que nos toca mantener con vida.

De Yolanda se dice mucho, pero no todo es pertinente. Hay que luchar en contra de su mito, del aura de misterio y morbo con que algunos la envuelven. Si era bonita o no, si tuvo las medidas de miss universo o si la secuestraron cuando era joven… son trivialidades que deberían languidecer ante la fuerza de sus textos y el enorme provecho que aún podemos sacar de ellos como país, como sociedad y como comunidad literaria.
Atentos observadores han descubierto rasgos negativos en sus páginas, como un sonado racismo que se ha señalado en varias ocasiones. Yo mismo podría acotar que en sus cartas se nota una innegable arrogancia, pero es que ¿quién ha dicho que Yolanda era perfecta? No hay que perder de vista que tratamos con un ser humano, no con una diosa, ni siquiera con un ángel, como decía su amiga Eunice. Un ser humano extraordinario, sí, pero propenso a equivocarse como cualquiera de nosotros.

Ante esta iniciativa surgieron ciertas críticas, sobre todo dirigidas a la familia de don Sergio Barahona. Se habló de que tuvieron a Yolanda en el olvido hasta que “alguien de afuera”, como me llamaron, alzó la voz para hacer algo. Yo me pregunto si esos críticos se sentirán tan lejanos de Yolanda como para no haber hecho nada por su cuenta en todos estos años y ejercer ahora el derecho a señalar culpas. A Yolanda nos la hemos apropiado sus lectores, los que nos jactamos ahora de decir que es una escritora “costarricense” y la incluimos en cursos de literatura nacional, soslayando que ella misma renegó de su nacionalidad. La responsabilidad por su abandono recae antes en nosotros, sus lectores, que en su familia directa.
El tema de la nacionalidad me llevó a considerar muchas veces seguir con este asunto. ¿Le hubiera gustado a Yolanda un homenaje como este, en tierras costarricenses? Es probable que no, pero es seguro que en Guatemala o en México, países que ella terminó amando, su reconocimiento nunca hubiera llegado. De una forma u otra, es aquí donde yacen sus restos, es aquí donde se reeditan sus obras y es aquí donde, como lo comprueba esta concurrencia, se le quiere y se le recuerda.

Los ticos, que presumimos de trabajadores, nos caracterizamos por mover un dedo únicamente cuando es estrictamente necesario, en una muestra de desapego y pereza sólo explicable remontándonos a los orígenes de la nación, cuya independencia llegó sobre una mula sin que nadie la pidiera ni mucho menos la deseara. Sin embargo, el hecho de encontrarnos hoy aquí, haciendo lo que estamos haciendo, da a entender que lo único que falta para que las cosas pasen es ponerse a hacerlas. Ni siquiera un golpe tan bajo como la negación de ayuda del Ministerio de Cultura consiguió evitar que lleváramos a buen término esta iniciativa que empecé sólo y que termino en compañía de todos ustedes. En particular, quisiera resaltar el apoyo incondicional de varias personas: Warren Ulloa, el primero que me escuchó despotricar respecto al abandono en que estaba la tumba y en ofrecerme su ayuda para difundir la idea de restaurarla; Evelyn Ugalde, quien desde que la conocí hasta el día de hoy siempre me preguntó cómo iban las cosas y se puso a mi completa disposición; Alexánder Obando, Gustavo Solórzano, Juan Murillo y Guillermo Barquero, amigos escritores a quienes contacté en primer lugar buscando apoyo, el cual me brindaron junto con ciertas observaciones y consejos; Dora Araya, Natasha Herrera e Irina Calvo, amigas que me contactaron interesadas en colaborar; Alfredo González, a quien me une la admiración desmedida por Yolanda, cuyo aporte para localizar a los dueños originales de la fosa fue determinante; Mónica List, quien me ayudó a llegar ante el ministro de cultura para exponerle la iniciativa, la cual ella abrazó como propia; Eugenio García, quien no dudó en apoyarme sinceramente; Dino Starcevic, quien impulsó la faceta final de la lucha con su arte gráfico tan oportuno y creativo; Sofi Vindas, del colectivo de historia del arte 8 y ½, que me dio espacio para narrar la aventura; Amanda Rodríguez y Kryssia Ortega, por sus oportunos espacios radiales que ayudaron a difundir la intención;  Lorna Chacón por conseguir, mediante el Museo Nacional y el CENAC, el respaldo técnico a esta actividad; y, muy especialmente,  Sergio y Ana Barahona, gracias a quienes hoy, luego de un año y medio de lucha, puedo decir que la tumba de Yolanda Oreamuno ya no se encuentra en el abandono.

viernes, 3 de junio de 2011

Cumpliendo con Yolanda


Y bueno, más de un año después de iniciado el alboroto respecto al abandono de la tumba de Yolanda Oreamuno, la cual carece de cualquier señalización que indique que ahí yace la escritora, por fin vemos venir el final del camino. Luego de muchas penurias (para leer una crónica al respecto, clic AQUÍ), finalmente la iniciativa para señalar adecuadamente el lugar de descanso de la gran figura de las letras nacionales está por concretarse.

El próximo 8 de julio (55 aniversario del fallecimiento de Yolanda), a eso de las diez de la mañana (hora exacta por confirmar), estaremos develando la placa en el Cementerio General de San José. Esperamos tener varias actividades y contar con la presencia de ciertas personalidades literarias y culturales del país. Próximamente estaré dando más información tanto a través de este blog como del grupo de Facebook Literofilia, el cual dirige el escritor Warren Ulloa (AQUÍ para entrar al grupo).

Muchas gracias a todos los que desde un principio se mostraron dispuestos a ayudarme, a los que dejaron un comentario en la entrada original, a los que eran desconocidos y terminaron siendo mis amigos gracias a la admiración compartida por Yolanda, en fin, a todos los que tuvieron que ver de alguna manera. Encontrémonos el 8 de julio en el cementerio con una flor blanca para llenar el lugar de flores

jueves, 17 de febrero de 2011

Novela prima I: Los perros no ladraron, Carmen Naranjo

Hay muchas formas de abordar a un autor. En la mayoría de los casos, simplemente se lee el primer libro suyo que cae en las manos, sin mayor consideración. En lo personal, suelo tener afición a, cuando es posible, comenzar por la primera novela publicada por la persona en cuestión. Esto me ocurre principalmente cuando lo que me interesa no es leer únicamente uno o varios libros, sino la obra completa. De hecho, luego no necesariamente sigo el orden de publicación de cada texto, pero sí me gusta comenzar por el mero principio. Otra particularidad es que no lo hago con los poemarios o los cuentarios, solo con las novelas. Uno sí es raro, hay que dejarse de varas.

Motivado por esta costumbre tan mía y, supongo, tan ajena también, me he propuesto escribir varias reseñas de debut novelísticos, conforme vayan cayendo en mis manos y pasando frente a mis ojos, con el título de "Novela prima". En esta ocasión, le toca el turno a una novelista nacional. 


Naranjo, Carmen. Los perros no ladraron. San José: ECR. 1966.

Y no es paja. 1966, primera edición. Había comprado esta novela hacía  mucho en la comprayventa El Lector, en Heredia, pero al tiempo me encontré en Expo 10 una edición con varios cientos de páginas más. Revisé y era la primera, así que ni lerdo ni perezoso la compré. La diferencia en  el follaje resulta de que esta versión del 66 trae márgenes anchos y letra más grande, lo cual de hecho no sólo facilita la lectura sino que la vuelve sumamente placentera.

La historia es sencilla: se trata de un día en la vida de un burócrata promedio, desde que despierta en la mañana y desayuna con su familia hasta que regresa en la noche tras su jornada laboral, durante la cual se enfrentará a toda clase de personajes como su jefe y sus compañeros de trabajo, una amante, la familia de un compañero accidentado, clientes insatisfechos y, por su puesto, su esposa y su hijo. Como bien apunta Julieta Pinto en un brevísimo comentario en la solapa del volumen, el tema es "igual al del Ulises de Joyce", aunque Naranjo no se centra en el monólogo interior y la lucha personal, sino en los roces con esa masa amorfa y casi siempre hostil que resultan ser "los otros". El protagnista se enfrenta a un mundo empresarial dispuesto a ponerlo en contra de los más elementales principios de humanidad, a lo cual él trata de resistirse, sólo para fracasar una y otra vez, con lo que comprende que la única forma de sobrevivir es pasando sobre todos los demás, devorando a los que pueda en el camino.

El retrato de la sociedad es cruento y muestra las facetas más repugnantes y, por tanto, mejor escondidas del mundo capitalista. La tiranía y la supresión de los débiles convierte la vida laboral en un laberinto del que la única salida es la resignación o la muerte, sin que esta última sea tomada en sentido únicamente metafórico.

En el aspecto formal, hay un rasgo que salta a la vista: con solo hojear la  novela se puede percibir que el texto se compone exclusivamente de diálogos. Conforme avanza la lectura se genera la sensación de estar escuchando una película. La ausencia de descripciones impide hacerse una idea precisa de la apariencia física tanto de los personajes como de los escenarios, con lo que se consigue crear un vacío en la mente del lector que a la vez se llena con lo que este encuentre a mano y permanece vacío, dejando siempre abierta la posibilidad del cambio. Este efecto no es gratuito, puesto que los personajes no solo están desprovistos de rostro y apariencia general definidas, sino que, salvo en muy pocos casos, carecen inclusive de nombre propio. Ambas carencias proveen al relato de una gran universalidad: lo ocurrido no le pasó a X o Y individuo, sino que puede ser la situación de cualquiera que viva en circunstancias similares.

Al finalizar la lectura es fácil olvidarse del enigmático capítulo inicial, en el que, siempre con uso exclusivo de diálogo, se presenta a dos interlocutores discutiendo. Uno no quiere acompañar al otro a una noche de póker con los amigos, pues tiene algo más importante que hacer: escribir. Para él, la realización de su novela es de vital importancia: "Estoy enfermo por dentro. Muy enfermo. Mi única curación es escribir una novela" (p. 14). Ante los señalamientos del jugador ("Para escribir una novela hay que vivir toda una vida, hay que tener una filosofía, hay que llenar muchas páginas" (p.13)), el escritor insiste en que no tiene ni siquiera idea de qué va a escribir, pero lo hará porque tiene que hacerlo. Al jugador no le queda más que desarle buena suerte. Este capítulo, anterior y ajeno al resto del texto, representa todo un manifiesto: no hace falta tanto haber vivido, poseer una filosofía o la seguridad de que se llenarán muchas páginas, lo único necesario es la voluntad e, incluso, la necesidad de escribir. Interesante manera de dar por iniciada la propia carrera novelística.

Historiográficamente hablando, la novela representa el ingreso definitivo de la literatura costarricense en el ámbito urbano, el cual había originado hacía casi veinte años Yolanda Oreamuno, con lo que su importancia está de por sí comprobada.

Cuando se habla de Carmen Naranjo se suele usar la palabra "experimentación" y esta novela es un buen ejemplo de ello. Sin duda alguna, tras su lectura crece la motivación de abordar su obra novelística completa.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Costa Rica, Suiza centroamericana











En respuesta a la excelente iniciativa de Pulpería Lindavista, quien subió el ensayo "El ambiente tico y los mitos tropicales" de Yolanda Oreamuno, dejo aquí este de Mario Sancho, otra ácida crítica al imaginario tico. Les comento que este ensayo yo creía que lo tenía en el tomo Mario Sancho, el desencanto republicano, de Flora Ovares y Seidy Araya, publicado por la ECR, sin embargo, encontré una versión en línea mucho más extensa. Les dejo aquí el fragmento que contiene el libro y el enlace a la fuente donde pueden leerlo completo. En el libro no se incluye tampoco la "Explicación", que  me parece de gran interés para quien lea. Pura vida.





Costa Rica, Suiza centroamericana
Mario Sancho Jiménez, Costa Rica

Explicación

Esta visión de conjunto del país en los últimos treinta años puede que a muchos parezca demasiado pesimística. En el fondo la creo verdadera y por eso la doy así, sin quitarle ni ponerle nada, al público. No se me oculta que la tarea de apuntar fallas y destruir conceptos convencionales no es tarea simpática en ninguna parte del mundo y menos en Costa Rica.

Tampoco me hago ilusiones del efecto que pueda lograr en la conciencia pública. Tres largos años de buen batallar contra la injusticia y la mentira me han convencido de lo difícil que es mover opinión entre nosotros. La conferencia que sigue es en gran parte como un compendio de esa campaña estéril, y así el lector no debe sorprenderse si encuentra en ella ideas ya publicadas por mí en artículos de la prensa diaria en la cual he luchado por desacreditar muchas cosas que aquí critico: el procedimiento tardo y costoso de nuestra Justicia, los impuestos que nos encarecen la vida, el cambio alto y el salario bajo. Casi siempre estuve sólo en esos empeños, aun cuando abogara por darle pan bueno y barato al pobre o protestara contra el régimen podrido de nuestras instituciones de caridad, y no me sorprenderá si ahora también me quedo solo, y si los vivos atribuyen a apasionamiento mis críticas y los tontos lo creen. En un país donde los más se mueven únicamente por el interés o la pasioncilla malsana, resulta difícil convencer a nadie de la sinceridad de uno. ¡Qué importa! A mí me basta con repetirme los versos del Petrarca:

Io parlo per ver dire,
non per odio d'altrui né per desprezzo.

M. S.
Cartago, 22 de noviembre de 1935.

Costa Rica, Suiza centroamericana
 
Desde hace algunos años anda nuestro espíritu buscándose un refugio en el pasado, en parte, --¿a qué negarlo?-por gusto del pasado mismo, pero muy principalmente por escapar a la angustia y desencanto del presente. Los tiempos que corren son en verdad aflictivos y desconsoladores. El país, hombres, instituciones, costumbres, todo anda de muy capa caída. Económicamente estamos a dos dedos de la bancarrota, endeudados hasta la coronilla, mitad por improvidencia y mitad por improbidad, con casi todas nuestras industrias arruinadas y con tan poca esperanza de salir de apuros como mucho peligro de que a la postre el acreedor extranjero, cuando vea que no podemos cumplirle la palabra, irrumpa en nuestras aduanas so pretexto de ponerlas en orden y de hacerse pagar.

Pero si el estado de las finanzas del país es malo, sus condiciones sociales y políticas son peores. Al desbarajuste económico, ha dicho hace poco don Elías Jiménez Rojas, uno de los poquísimos ciudadanos que se dan entera cuenta de estas cosas y que no se callan su opinión, corresponde una profunda crisis moral, en nuestro concepto más grave aún que aquél, porque asume proporciones más grandes y porque sus consecuencias afectan hasta la propia raíz de la vida nacional.

No quisiéramos pasar por agoreros de calamidades públicas, pero la verdad es que no podemos ver sin aprensión el porvenir. La República no nos parece segura en este desconcierto y en esta lucha de intereses egoístas exacerbados bajo el apremio de las circunstancias, y no creemos pecar de pesimistas si decimos que los ideales de nuestros mayores, de quienes heredamos patria independiente y digna, están sufriendo hoy una baja tanto o más considerable que la de los títulos de Estado o de la divisa nacional. Y aunque tampoco nos gustaría sentar plaza de moralistas de clavo pasado, vamos a agregar, sin embargo, que al decir ideales entendemos también las normas de conducta que orientaron la de los buenos costarricenses de otros tiempos. Moral y buenas costumbres van camino de ser pronto un recuerdo apenas del pasado. No hemos sabido conservar ese precioso patrimonio y la historia tendrá que acusarnos de haberlo disipado.

Verdad es que la Costa Rica de antes no nos ofrecía el espectáculo de una sociedad adelantada, ni de una vida confortable y llena de refinamientos. Cierto que nuestros abuelos vivían con poca comodidad y mucha o demasiada sencillez, pero al menos la austeridad de sus costumbres, la modestia de sus ambiciones, la varonil resignación con que afrontaban los trabajos y las molestias de una existencia bastante primitiva, eran buena escuela para la hechura del carácter, tan buena como son malas disciplinas lujos y refinamientos, que no riman con nuestros escasos recursos, para la edificación moral de las nuevas generaciones.

Ya estamos oyéndonos llamar con horaciana ironía: laudator temporis acti. No creemos, sin embargo, habernos dejado llevar por el encanto que presta a las cosas la lejanía, cuando aseguramos que la hombría de bien del costarricense chapado a la antigua no es invento de costumbristas o poetizadores del tiempo pasado, sino un hecho real y verdadero, con sus naturales excepciones, claro está. Y es lógico que así fuera. Aquella sencillez de costumbres, aquella modestia de ambiciones, aquella conformidad cristiana que informaban la conducta de la gente de antes, contribuían a hacer de la existencia, si bien dura en el sentido de la comodidad que ahora disfrutamos, algo menos complejo, menos exigente, menos difícil y menos costoso. Por un lado el individuo tenía que tolerar muchas más molestias de orden material, pero por otro, su modo de vivir no le exigía tanto desasosiego y tanto empeño en obtener el dinero con que es fuerza pagar el confort con que ahora vivimos. Había menos demandas a la vanidad, a la sensualidad, a la codicia, que son los resortes, hay que confesarlo, del progreso material, pero que también son responsables de la mayor parte de las indignidades y las transgresiones morales que ocurren con innegable frecuencia en la sociedad moderna.

En el caso de Costa Rica este fenómeno parece agravarse por circunstancias especiales que trataremos de señalar aunque sea de prisa. Todos sabemos que nuestra clase media ha sido, es y será por mucho tiempo más o menos pobre. Pues bien, la transformación de sus costumbres no ha llevado el paso con el incremento de sus medios pecuniarios. Las comodidades que ha introducido en su vida, aunque pocas, si se las compara con las que disfrutan los individuos de esa misma clase en otros países, son más y mayores de las que sus entradas pueden sufragar. Ninguna observación es tan frecuente entre nosotros como la de que estos fulanos o aquellos zutanos viven con más lujo del que debieran. Cuando la palabra lujo no se refiere a gastos verdaderamente inútiles, como los tragos tomados en el club o en la cantina (y digamos de paso que aquí sería difícil acentuar mucho la diferencia entre clubes y cantinas), o como las pretensiones elegantes de la hija casadera, si bien muy de acuerdo con sus ansias matrimoniales, resueltamente en pugna con los recursos del pobre padre de familia, significa conveniencias o comodidades que constituyen cada fin de mes un desequilibrio en el presupuesto doméstico, y son origen las más veces de trampas, enredos o de otras cosas más graves.

Esto, respecto a nuestra clase media. Vamos ahora con nuestras llamadas clases altas.
Digamos primero que en Costa Rica no ha habido realmente aristocracia, sin que neguemos por esto la existencia en lo antiguo de gentes de abolengo aristocrático. Sí que las hubo, cuya información de sangre hubiera demostrado quizá cualidades de la más rancia nobleza, pero todas vinieron de España sin gran fortuna, y ninguna logró adquirirla aquí. Esta era una oscura y pobre provincia de la Corona de Castilla, donde no había riquezas minerales ni pingües industrias con que dorar cuarteles nobiliarios. Nuestros nobles no pasaron, pues, de ser lo que llaman en la Península "hidalgos de gotera", hombres serios, sobrios, buenos cristianos que vivían holgadamente, mas sin exceder los límites de la dorada medianía. Ninguno vivió en grande, ninguno hizo jamás, como se dice, casa de dos pisos, ni comprometió la solidez de su hacienda en locuras fastuosas, convites espléndidos, exquisiteces culinarias o esplendores de guardarropía. No hubo entre los primates de la Colonia o de los primeros años de la República nadie que nos recuerde a un José de la Borda, que se gastó parte de las riquezas extraídas a los cerros auríferos de Tasco en los deliciosos jardines de Cuernavaca que habían luego de encantar al alma trágica de Maximiliano; o a un Conde de Rul, constructor magnificente de una iglesia para sus mineros de Guanajuato, que podría servir en cualquier parte del mundo de hermosísima catedral.

Las casas que habitaban nuestros próceres coloniales son bien poca cosa al lado de los palacios de México o de Lima, cuyas puertas embellecían primores de arte e ilustraban las armas de añejas estirpes. El tren y el regalo de sus vidas tampoco iban más allá de la holgura tranquila en que vive cualquier persona de posibles. De sus descendientes, lograron conservar el patrimonio los que lo administraron con prudencia y parsimonia. Quienes excedieron los términos modestos en que habían vivido sus progenitores, comiendo como gran lujo tortilla con queso, para decirlo al modo pintoresco de don Nicolás Oreamuno, se arruinaron.

Para hacer cumplida justicia a los hombres de antaño, hay que agregar que si usaban del dinero parsimoniosamente, sin incurrir en las ostentaciones un poco cursis de los adinerados de ahora, no cabe duda que eran más generosos y que tenían un sentido de cooperación social más fuerte y mejor cultivado. Para convencerse de esto no tiene uno más que preguntarse a quiénes debe el país sus principales instituciones de beneficencia: casi todas ellas son de larga data y están fundadas sobre un legado y sobre el empeño y la caridad de hombres pertenecientes a la Costa Rica antigua. Los ricos de nuestros días, sólo por excepción, legan su nombre y su dinero a una obra de bien común. Los más viven indiferentes a las necesidades ajenas, y mueren preocupados con la idea de asegurarse que sus herederos reciban el capital, libre hasta de los impuestos que la ley destina a fines caritativos. Muy rara vez tienen un movimiento generoso. En cambio, nuestros viejos casi nunca se despedían de este mundo sin dejar siquiera un manda para ayuda de los pobres o para el mayor esplendor del culto religioso que había confortado sus almas en la vida y en la muerte.

Hay otro punto que no quisiéramos pasar por alto, y que consiste en el mal uso que nuestros ricos hacen del dinero. Vamos a hablar de eso, no para descubrir ese mal uso, que tal como huelga en estas líneas destinadas a ser leídas principalmente por costarricenses, sino para confirmar la verdad de la observación de Renan , esto es, de que "el mejoramiento material de los individuos, cuando no va acompañado del grado de educación correspondiente, está lejos de favorecer su mejoramiento moral". "El pueblo", dice aquel ilustre pensador, (y aquí agreguemos nosotros que pueblo vale decir toda gente ineducada) "es mucho menos capaz que las clases elevadas o ilustradas de resistir a la seducción de los placeres fáciles que no están libres de inconvenientes más que cuando uno está blasé de ellos. Para que el bienestar no desmoralice es precioso estar habituado a él; el hombre ineducado se echa a perder pronto en el placer, lo toma groseramente en serio no se aburre de él".

Excusándonos de suscribir a las consecuencias políticas que Renan sacaba de su observación, diremos resueltamente que la nuestra nos lleva a tenerla como verídica. Ya hemos visto que la clase adinerada de Costa Rica, con raras excepciones, se caracteriza por su falta de altruismo y absoluta incapacidad para la cooperación social. Pues bien, agreguemos que tan grande como su sordidez es su frivolidad, su necia complacencia en la ostentación de dinero, su mal gusto, sus malas maneras, y sus ridículas y vanidosas satisfacciones. Después de ver a estos ricos en la intimidad, después de oírles sus chácharas plagadas de chismes y superficialidades, en que no apunta una idea generosa ni un sentimiento decente, sino por milagro, después de sufrirles su desdeñosa incomprensión de todo lo que no sea pesos y centavos, hay que convenir necesariamente con el dictamen del filósofo francés. A estos hombres les sobra todo, solo les falta aquel requisito insustituible, aquel savoir vivre, que es bien distinto de lo que aquí entienden por esto, aquello que concede simpatía a las personas, distinción a los actos, autoridad a las palabras, y buen tono a las costumbres.

Nuestros ricos son amigos de viajar. Uno pensaría que esto pudiera darles alguna amplitud mental y mejor entendimiento de las cosas del mundo. Desgraciadamente no es así. Nuestros ricos van y vienen de Estados Unidos y de Europa y siguen siendo los mismos. Están atacados de un incurable provincialismo y de una falta de visión y simpatía y de curiosidad intelectual grandes. En sus viajes no ven sino lo externo, lo obvio, lo que complace su temperamento comodón y vanidoso; lo que habla al espíritu se les pasa desapercibido.

Algunos habrá que encuentren exagerado y hasta calumnioso el retrato que hemos trazado, pero salvando a unos cuantos de nuestros magnates, con ideales de trabajo y de progreso, estamos seguros de que la experiencia y observación de casi todos nuestros lectores concurren en este punto con las nuestras.


Hemos señalado el mal y nombrado el remedio: educación. Desde luego hay que convenir en que nuestras escuelas y colegios no están enteramente exentos de culpa a este respecto. Su labor educativa no ha sido todo lo vigilante y eficaz que era de desearse para contrarrestar el mal. A veces, hasta cabe dudar de que se hayan dado siquiera cuenta de él, tal es la indiferencia con que ven esta irrupción horrible de ramplonería, vulgaridad y desmoralización apoderarse poco a poco del país.

Despierten nuestros maestros ante el peligro que nos amenaza. No esperen oír la voz de rebato para hacerse cargo valientemente de su responsabilidad; entonces, cuando suene la campana o se encienda la almenara en congojas de alarma, ya será tarde. Despierten desde ahora. Cuiden, defiendan las costumbres de los jóvenes y los gustos, hoy solicitados más que por el libro o la conversación inteligente, por la bobería cinematográfica; cultiven en ellos la conciencia de los deberes patrióticos y el sentido altruista que ennoblece al individuo y hace grandes a los pueblos. Adoctrínenlos sobre todo en el amor de nuestro pasado para que les eche raíces el espíritu en la patria honesta, trabajadora y dueña de su destino que era la Costa Rica de antaño. Diríjanlos a la conquista del campo, que así ayudarán a desarrollar nuevas fuentes de riqueza y escaparán a la humillación de vivir gravitando sobre nuestras empobrecidas ciudades. Hay que enseñarles a cultivar la tierra, nuestra tierra. Cultivarla es la mejor manera de defenderla de la asechanza extraña.

Y con las cosas del espíritu hagan los maestros y hagamos todos otro tanto: cultivemos lo propio, defendamos nuestros ideales de vida, la sencillez de nuestras viejas costumbres, en vez de dejarnos imponer usos, cursilerías casi siempre, de otras partes. No es que queramos cerrarnos a todo lo extranjero solo porque es extranjero, aunque de ello pudiéramos salir beneficiados, pero sí discernir entre lo que conviene o no, entre los sustancial y lo frívolo. Examen, sentido crítico, es la cosa que más falta nos hace. No hay más que ver por el lado que van nuestros entusiasmos, digamos por caso, en literatura. ¿En qué se cifra generalmente nuestra admiración por las letras francesas? En lo peor que esa admirable literatura tiene que ofrecernos, en aquello precisamente que decía Ernest Renan: "sa basse presse, sa petite littérature, ses mauvais petits théatres dont le sot esprit, aussi peu français que possible, est le fait d'étrangers".

Tal vez habrá quien nos moteje de pedantes. Pero el mote no nos arredra ni disuade de decir con toda la vehemencia a nuestra disposición que no hay nada en la actualidad que logre irritarnos tanto como esta necia e inconducente admiración de nuestros frívolos afrancesados por toda suerte de futilezas anglicanas, como no sea el entusiasmo que suscitan entre nosotros las platitudes y chocarronerías que los mal informados toman como producto representativo de los Estados Unidos.

Reaccionemos animosamente contra todas estas cosas. No seamos provincianos, mas tampoco hagamos más el badaud ni en el boulevard ni en Broadway. Vayamos con ojos y mente abiertos por los caminos del mundo observando y aprovechando lo bueno de todas partes para volver luego a lo nuestro fortalecidos con el ejemplo de las serias disciplinas, de los arduos esfuerzos y de los ideales que constituyen la grandeza de esas y otras naciones. Sí, volvamos siempre a lo nuestro, estudiemos con amor nuestra historia y nuestra lengua, y seamos leales a nuestra ascendencia espiritual. Las piedras itinerarias del camino que se abre ante nosotros son Costa Rica, América, España.
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Texto completo aquí.
El ambiente tico y los mitos tropicales, aquí.

jueves, 18 de febrero de 2010

Un par de fotos de Yolanda Oreamuno ¿inéditas?

Bueno... inéditas no sería el término, puesto que las estoy tomando de una publicación. Más precisamente del Joyel de Navidad (1933 - 1934). Editores Eduardo Castro S. y Eduardo Castro H. Impreso en La Tribuna San José. C.R. Este documento, especie de catálogo de ventas, fue encontrado por mi amigo Christian Rodríguez, quien sacó las fotos también. A él las gracias. El caso es que no sé si estas fotos se habrán difundido de alguna manera. Sea como sea, aquí están. Clic para verlas grandes.














Dada la fecha, la autora rondaba ya los 18 años. Esta es la Yolanda que escribió ¿Qué hora es?















Esta segunda foto me resulta intrigante porque no logro discernir si Yolanda es la de vestido o la que lleva ropa de hombre. ¿Alguien la distingue?

lunes, 15 de febrero de 2010

Aurenthal y la literatura maravillosa en Costa Rica

Este texto lo mandé al Áncora, palanqueado por un profesor de la UNA que se ofreció a ayudarme a publicarlo, y fue rechazado por referirse a "un libro que salió hace ya tiempo"... en fin, a quien interese: 

La literatura infantil suele ser relegada de los grandes círculos académicos por la creencia de que los únicos que pueden sacarle provecho son los niños. Más aún, se la considera algo así como un juego, como si fueran mentes infantiles las que la produjeran, y no personas de gran capacidad y preparación, en ocasiones los mismos académicos. Pienso en nombres como Carlos Rubio o Lara Ríos, y si vamos al pasado, Carlos Luis Sáenz y Carmen Lyra son ejemplos de suficiente peso como para llamar la atención de cualquiera. No obstante, también los menores han sorprendido en más de una ocasión al hermético mundo adulto, como fue el caso de Irene Guzmán Ferreto, que ganó el Primer Premio Embajada de España de Narrativa Infantil en el 2008, con su excelente novela Castillo Fantasía, al contar tan solo dieciséis años.

Así mismo, la fantasía es de inmediato asociada con esta literatura llamada “infantil”, tal vez porque en la vida adulta ya no hay espacio para lo que Todorov llamó lo maravilloso, o sea, esos mundos cuyas leyes naturales son diferentes a las del nuestro, por lo que permiten acontecimientos que, a nosotros, los lectores, nos parecen maravillosos. Curiosamente, lo fantástico, pensemos en Borges o en Cortázar, sí llama la atención de la gente “madura”, probablemente porque la irrupción de un hecho inexplicable en un mundo calcado al real no le resulta tan chocante.

En Costa Rica algo se ha hablado de la literatura fantástica nacional, pero no así de la maravillosa. Será porque se la considera infantil o no, no me interesa. Lo que me interesa es que hay una novela que, si bien tuvo su reconocimiento al ser publicada, con el tiempo ha ido cayendo en el olvido hasta convertirse en un objeto de colección para los bibliófilos que recorremos incansables las compraventas del país.

Luis Ricardo Rodríguez nació en San José en 1966. A los veinticinco años, un año después de egresar de la Facultad de Derecho de la UCR, publicó Aurenthal, una novela sobre dos niños que deben enfrentarse a la catástrofe ocasionada por un escritor frustrado que, en su afán por el éxito editorial, escribe una historia mediante fragmentos textuales extraídos de obras famosas. Las consecuencias: al extraer una cita y agregarla al nuevo texto, por un desequilibrio entre el tiempo literario y el real, la obra completa de un autor al azar desaparece de la historia y la memoria humanas.

Como lo hizo Michael Ende en La historia interminable doce años antes y como lo haría Cornelia Funke en la saga Mundo de tinta trece después, Rodríguez nos presenta una novela sobre novelas, o mejor dicho, sobre literatura. El mismo señor Howell, abuelo de uno de los protagonistas, lo sentencia casi al final del texto: “muchos libros tratan sobre historias y relatos. Pero si esta se escribiera alguna vez, sería lo contrario: un relato sobre libros”. Así, la obra se incluye en una tradición remontable hasta el mismísimo Quijote, la cual indaga en el propio terreno de la creación literaria. En la historia de Edgar Ardoni, el escritor frustrado que recurre a las obras consagradas para escribir la propia, se aprecia la experiencia de cualquier autor, quien en realidad recrea otros textos que ha leído en los que escribe. Es lo mismo que los niños, Steven y Gabriel, deben hacer para remediar el problema ocasionado por Ardoni: recurrir a todo su bagaje literario para escribir un nuevo texto.

La estructura de la novela muestra un proceso que, si bien no es único, no deja de sorprender y de resultar complejo. Tras el primer tercio de la novela, cuando los niños se disponen a continuar la historia que Ardoni dejó inconclusa, la obra comienza a alternar entre el relato de lo que hacen los niños y el que ellos mismos están escribiendo, de modo que el texto se vuelve dual y el lector asiste a la confluencia de ambas partes. Sin que la narración se vea truncada, los dos relatos se van desarrollando de modo que la lectura nunca pierde interés, y el lector se ve tan motivado a seguir la historia de los dos jóvenes como la de los héroes que ellos mismos están creando. Esta dualidad recuerda a la de La Historia Interminable, ya citada, donde Ende consigue el mismo efecto al mostrar tanto la historia de Bastián como la que Bastián lee.

La novela no solo resulta interesante de principio a fin, sino que, con el paso de las páginas, se convierte en un gran tributo a la lectura y a los libros, así como a la misma creación literaria. La frecuente mención de obras famosas de la literatura universal activa la curiosidad del lector, quien probablemente las buscará motivado por los personajes quienes, solapadamente, las recomiendan. Así, la obra termina siendo el inicio de una cadena literaria que se expandirá con cada nueva lectura. Y bien que la promoción de la lectura conviene mucho a una juventud como la nuestra, cada vez más alejada de este acto tan placentero y enriquecedor.

El complejo relato, que a pesar de serlo no llega a abrumar al lector de ninguna manera, evita la sobreestimación del lector infantil al que supuestamente se dirige la obra, lo que suma la ventaja de que así será atractiva para un público de cualquier edad. Las reflexiones sobre el equilibrio necesario entre el tiempo literario y el real son interesantes desde el punto de vista de la teoría literaria, así como las nociones de autor y narrador que el texto propone. Ya en un plano ético, la misión del escritor como un recreador de la realidad y un buscador de mundos posibles está también presente.

La literatura maravillosa infantil y juvenil, término que no acuño como definitivo ni mucho menos, es poco tomada en cuenta en nuestro medio y en cualquier otro, pero obras como Aurenthal llaman irresistiblemente la atención. Ojalá estas líneas sirvan para, además de crear interés por la novela, que su autor o su editorial nos den el gusto de una nueva edición, así como el de la publicación de su novela inédita. 

Aquí, otra reseña del libro, desde otra óptica, para la variedad de criterios:
http://heredia-costarica.zonalibre.org/archives/2009/09/luis-ricardo-rodriguez-vargas.html

Citas de Rodríguez, Luis Ricardo. Aurenthal. San José: Norma. 1991.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Comentario sobre Valses Nobles y Sentimentales


Mi primer contacto con don José Marín Cañas fue el nueve de setiembre del 2007. En la sección Áncora(uno de los únicos periódicos o fragmentos de periódicos que leo [ el otro es el periódico Ojo y pare de contar] ) de La Nación, venía un artículo de Carlos Cortés sobre la n0vela El Infierno Verde. Una sola cosa me quedó grabada en la memoria después de leer el artículo: que José Marín Cañas, escritor hasta ahora desconocido para mí, había escrito esa novela a ritmo de cuatro páginas por noche. Hace ya varios años que intento novelar y soy conciente de que escribir una página entera en una noche es una labor durísima. Si conseguía el cuádruple de eso, definitivamente era bueno el tal Marín Cañas. Ahora que releeo el artículo en la página electrónica de La Nación, recuerdo algo más: Marín escribió tan rápido porque en un principio publicó esa novela por entregas en el periódico La Hora. Lo increíble es que esa versión fue la que, meses después, publicó Espasa Calpe, sin ninguna corrección, salve la inclusión de una nota editorial. Si Marín Cañas logró escribir una novela que interesó a Espasa Calpe, a ritmo de cuatro páginas por noche, entonces no era bueno, era un dios, o como me gusta decir a mí, un Santo. De inmediato busqué el libro. Lo encontré, como casi siempre, en la comprayventa El Lector, en Heredia. En el transcurso de este año he conseguido casi todas las otras obras de Marín Cañas: Lágrimas de Acero, Tú, la Imposible, Pedro Arnáez (novelas), Los Bigardos del Ron (cuento), Ensayos (diay... ensayos) y Valses Nobles y Sentimentales (memorias, podríamos decir). Es de este último tomo del que me interesa hablar.

Marín Cañas, José. Valses Nobles y Sentimentales: Editorial Costa Rica, San José, Costa Rica, 1981. Esa es la ficha bibliográfica. Lo conseguí hace unas semanas, también en El lector. El libro , para mí, tiene varias particularidades. En primer lugar, fue el último libro que Marín Cañas escribió. También es el último que he conseguido de su autoría; lo más curioso: es el primero y el único que he leído. Las lecturas de la U y el exceso de libros en cola me han impedido leer la obra de Marín Cañas, pero algo en el hallazgo de estos valses, tal vez el hecho de que yo no sabía que existían hasta que me los encontré, me atrapó y no me dejó hasta que los concluí.

El libro es, para decirlo de alguna manera, una selección de recuerdos que Marín Cañas escribió y cuya labor de edición dejó a cargo de su amigo Alberto Cañas. El autor no llegó a ver el libro publicado.

El texto traza eficazmente la imagen del San José de las primeras décadas del siglo XX, con detalles geográficos y culturales de gran valor histórico e interés general. Los primeros capítulos están poblados de los recuerdos de la infancia del autor: sus años como escolar, las mejengas (que no constaban de dos tiempos sino de uno solo, que duraba todo el día), su aparición pública como apóstol en una procesión y la amarga ocasión en que, víctima de la irresponsable broma de un joven, recibió un balazo en el hombro. En estos apartados iniciales, el autor muestra la mayor abundancia en detalles, pues eran tal vez sus recuerdos más queridos. Más adelante se narra su paso por el Liceo de Costa Rica y la manifestación en contra de la dictadura de los Tinoco el 11 de julio de 1919, en la que toma parte junto a sus compañeros del liceo; los estudiantes y demás ciudadanos, liderados por Carmen Lyra y otras maestras, se enfrentan a la policía en una batalla que culminaría con la quema del diario La Información, perteneciente al gobierno.

También con lujo de detalles, Marín cuenta sus experiencias laborales de juventud. Primero, desempeñó la labor de "cajero" (literalmente, jalador de cajas) en un almacen "de por el mercado" (p. 91). Más tarde, fue ascendido al puesto de agente viajero del mismo establecimiento. Su labor ahora consistía en ir por las diferentes provincias del país, ofreciendo mercadería en todo tipo de negocios. Los viajes en tren y las peripecias para cumplir con su deber a la vez divierten como angustian, pues es sencillísimo identificarse con ese José de menos de veinte años, que recorría el país para ganarse la vida.

Más adelante se cuentan experiencias más maduras, como la compra de una finca en Barba de Heredia y todas las dificultades que supuso sacarle provecho a la tierra y a las vacas. Por supuesto aparece una sección dedicada a la época de La Hora y otra más a la tertulia conocida como "la ventana", por llevarse a cabo en el alféizar de una de las ventanas del Diario Costa Rica, en la que tomaron parte grandes escritores e intelectuales costarricenses como Abelardo Bonilla, Julián Marchena y Carlos Salazar Herrera. Hasta se deja un espacio para una crónica futbolística, referente a la hazaña conseguida por el mediocentro Ricardo "Poeta" Bermúdez, jugador del Club Sport la Libertad, en un partido internacional.

En los últimos capítulos aparecen la añoranza por los amigos perdidos y la tristeza que deja el paso del tiempo. En realidad, todo el libro está impregnado de ese aire trágico y doloroso mediante el cual Marín Cañas expresa la frustración que representa envejecer y ver consumirse todo lo que uno ama, además de la conciencia de que no es mucho el tiempo que queda por vivir. Con una cruda y orgullosa voz, el penúltimo capítulo narra el ominoso pasaje cuando la Universidad de Costa Rica decide prescindir de sus servicios como profesor, por no contar con un título académico. A pesar de la lucha librada por sus alumnos y algunos amigos que le quedaban, la plaza es llevada a concurso y Marín Cañas decide no poner un pie más en dicha institución.

El texto es, sin lugar a dudas, un valiosísimo documento. Desde el punto de vista literario, representa una amena lectura, cargada de emocionantes pasajes y reflexiones conmovedoras sobre la transitoriedad de la vida y el valor de la lucha (nunca se me va a olvidar la imagen de Marín Cañas con un estañón al hombro en medio de la oscuridad de la noche, por citar un ejemplo). Es un hecho que la narración no mantiene una continuidad, sino que más bien está llena de lagunas. No se habla, por ejemplo, del nacimiento de los hijos del autor, aunque en alguna parte aparezca alguno de los mismos, ni de la génesis de ninguna de sus obras literarias. Hay que tener claro que no se trata de una autobiografía, sino de, como dije al principio, una selección de recuerdos de la vida de Marín Cañas, hecha y redactada por él mismo, en la que quedaron sin reseñar pasajes que él no consideró valiosos, o que prefirió mantener en privado. Desde el punto de vista histórico-cultural, muestra de manera muy humana las características sociales de la capital costarricense en los albores del siglo, tales como la participación activísima del pueblo en las campañas electorales y en las tradiciones religiosas, como las mentadas procesiones de Semana Santa.

En suma, es un libro que vale la pena leer, tanto por el placer que brinda su lectura como por la información que brinda sobre la Costa Rica del pasado, sin dejar de lado que se trata de la vida de uno de los Santos de la Literatura nacional. No me arrepiento de haber comenzado con la obra de Marín Cañas por su último libro. Ahora, tengo muchas razones para leer los demás.