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viernes, 16 de septiembre de 2011

Warren Ulloa. Bajo la lluvia Dios no existe...

Como se verá en adelante, decir algo objetivo sobre Bajo la lluvia Dios no existe me resulta ciertamente complicado y no tanto porque Warren sea un compa ya de años ni porque su novela sea la primera (y única) que he leído inédita, sino porque el impacto que causó en mí su lectura no fue para menos.

El hecho es el siguiente: en mis años de colegial, la literatura no era precisamente una de mis aficiones. Podría decirse que los únicos libros que disfruté (creo que también los únicos que terminé) fueron Crónica de una muerte anunciada y El viejo y el mar. Nótese la ausencia de literatura costarricense en la dupla. ¿La razón? La literatura costarricense se me hacía terriblemente aburrida y plana, por no decir que gravemente ajena. Lo que yo podía percibir a mi alrededor como realidad nacional no se parecía en nada a lo que los textos de Magón, Gagini, García Monge, Lyra y Calufa pintaban como tal y, aunque con los años de estudio he reconocido el valor y la trascendencia de estos autores, no se le podía pedir tanto a un adolescente que en lo último que quería invertir tiempo era en la lectura.

Cuando las cosas cambiaron y empecé a leer, mi relación con la literatura costarricense siguió siendo distante, asumo que por ese desfase cultural que había experimentado con mis lecturas de juventud. Fue cuando conocí a Yolanda Oreamuno que el horizonte se expandió y caí en la cuenta de los diversos caminos que, a partir de ella y de escritores posteriores como Alfonso Chase y Carmen Naranjo, era posible seguir en la narrativa nacional. Sin embargo, algo seguía faltando; aún no había sentido que aquel mundo narrado fuera el mío, éste desde donde leo y vivo el día a día.

Bajo la lluvia Dios no existe es la primera obra literaria en que la sensación de pertenencia e identificación ha sido, para mí, absoluta. Principalmente, el logro es a nivel lingüístico. El habla coloquial costarricense de las más recientes generaciones no había sido retratado con tanta fidelidad, con todos sus giros, anglicismos, obscenidades, mezclas de formas de tratamiento y hasta imperfecciones sintácticas, antes de esta novela. Es tal el desenfado del lenguaje que es imposible no soltar la risa ante expresiones como “estoy sacando clavos con el culo” o “comé mucha mierda”, utilizadas en momentos tan precisos que la gracia no proviene de la presencia misma de la frase, sino del hecho de que es justo lo que uno hubiera dicho en un contexto como el planteado. Si bien hay quien pudiera decir que un habla tan autóctona dificultaría la lectura fuera de las fronteras nacionales, hay que tomar en cuenta que son muchos los años que tenemos leyendo a españoles, gringos y argentinos que no escatiman al recurrir a sus gilipollas, fucks y ches, sin que nadie les pida cuentas ni glosarios al respecto. Evidentemente hablamos de centros culturales canonizados desde siempre, pero esa no es razón para que costarrica no busque el reconocimiento de sus variantes lingüísticas.

El logro de la novela, más que transgredir la doble moral que caracteriza a la sociedad costarricense desde siempre (el cual es, de hecho, un gran logro), es obligar a quien lee a reconocer que ese es su mundo, sin eufemismos ni disimulos. Transgredir por el sólo hecho de hacerlo es simple, en realidad, pero la novela de Ulloa saca roncha por la sinceridad con que se desarrolla, por el innegable empuje humano que se percibe detrás de cada página, lo cual nos confirma que hay mucho más en nosotros mismos que aquello que estamos dispuestos a reconocer frente a los demás y frente a nosotros mismos. La libertad con que el sexo es abordado, llamando picha a la picha, panocha a la panocha y leche a la leche, como tanto se oye y se dice a diario, es un buen ejemplo de esa transparencia que, a pesar de su honestidad, no conviene a la mayoría puesto que vivimos bajo el axioma “hay un lugar y momento para todo”, como si por cambiar de situación cada quien dejara de ser quien es y la “adecuación” de conducta no fuera simplemente otra forma de la hipocresía, tan necesaria en una sociedad confesional, mojigata e intolerante como la costarricense.

Y hablando de costarrica, el retrato de la juventud de clase media-alta josefina es ciertamente fidedigno a la situación contemporánea. Tanto las costumbres (borracheras, mejengas, fiestas, masturbación, chat, drogas, sexo) que los jóvenes de hoy suelen practicar, como las subculturas (metaleros, hipsters, electrónicos, emos) con las que se identifican están presentes en el relato, con todas las particularidades que las diferencian y el hecho que las une a todas como expresión de una misma circunstancia: la búsqueda desesperada de los jóvenes por una identidad, a través de un medio que brinda muchas opciones que terminan siendo poco más que una forma de vestir y un género musical que oír.

Bernal y Mabe, dos jóvenes provenientes de familias disfuncionales que a punta de plata pretenden encausar la existencia de sus hijos, se abren paso a través de un mundo que les pone al alcance de la mano todo tipo de sedantes, desde drogas hasta ipods, pasando por la poesía y la comida chatarra, con los cuales aislarse del mundo y vivir la ilusión de la existencia hedonista y autosuficiente de la sociedad de consumo. Ellos viven el día a día, “la vida loca”, sentencia Mabe citando a Ricky Martin, como si no hubiera mañana porque, precisamente, ¿qué importa el mañana? ¿Para qué ocuparse de futuros cuando el único presente está, por un lado, solucionado con los recursos económicos inagotables que proveen mami o papi y, por otro, convulsionado por el vacío existencial generado en la misma familia? Porque los mayores no escapan a la evasión sistemática y crónica: don Lorenzo, padre de Bernal, sueña con ser parte de la Federación de Fútbol para viajar por el mundo y ojalá ocupar un puesto en la mismísima FIFA; doña Ofelia, madre de Mabe, se fue de cabeza en la religiosidad alternativa del new age; y para terminar de hacerla, Fabiola, madre de Bernal, y Agustín, padre de Mabe, se casan en un intento por rehacer sus vidas, aunque la de Agustín está ya tan envuelta en líos legales y crímenes que es difícilmente rescatable.

En medio de este caos identitario, donde la moral se diluye en un vórtice de motivaciones y circunstancias, aún es inevitable encariñarse con los personajes, quienes recorren un “paseo hacia el abismo”, como lo cataloga el propio Bernal, del cual quisiera uno olvidarse para añorar un final feliz, un desenlace que pusiera las cosas en su sitio y castigara a los malos y premiara a los buenos. Pero es que la realidad que la novela pone en evidencia no deja claro cuál es ese sitio donde deberían estar las cosas, mucho menos quiénes son los malos a castigar y los buenos a premiar. El descarnado contrasentido de la sociedad actual se manifiesta con toda su destructividad en el final del texto, un final horrendo, indeseable, inesperado incluso, un final ante el que uno se siente impotente, privado de toda posibilidad de encontrar justicia o siquiera piedad, y, para colmo, con la clara sensación de que en realidad no había mucho más que esperar desde un principio, cuando se anunció que las cosas no iban para otro lugar que el “abismo”. El lector, no por inconformidad estética, sino ética, no querrá que sea cierto. Pero lo será, porque costarrica vive bajo la lluvia y bajo la lluvia Dios (con mayúscula) no existe.

En un aspecto formal, la novela no es perfecta, ni mucho menos. Hay ciertos errores en la trama (como aquel famoso del Quijote en que a Sancho le roban el asno y un par de capítulos después aparece bien montado en él), problemas de redacción e inconsistencias sintácticas (de las que a veces es difícil saber hasta qué punto son errores o recursos), a lo cual no contribuye una edición francamente descuidada, en la que es normal encontrar palabras que se repiten (incluso hay una línea por ahí que se repite completa) y uno que otro dedazo; este problema en la edición no es exclusivo de Uruk, sino que hasta en una editorial estatal como es la EUNED los errores están a la orden del día. Definitivamente las editoriales tienen que poner más atención a estos detalles, que deberían ser fundamentales a la hora de publicar textos escritos.

Más allá de imperfecciones y posibles correcciones, Bajo la lluvia Dios no existe es una novela como la literatura costarricense la estaba pidiendo a gritos y no sólo por su construcción lingüística. Es una novela sincera, directa, sin miedo pero aterradora, que hurga en lo profundo de una conciencia nacional basada en la negación y el disimulo demostrando que, como dijo Milan Kundera, es mucha la mierda que circula bajo las calles, mientras arriba todo el mundo trata de olvidarse de que existe. Es una novela que jamás se contará entre las lecturas obligatorias del M.E.P. (Mantenimiento de Estupidez Popular), pero que bien serviría para que los jóvenes de un país como este, en el que el asesinato de una directora a manos de un estudiante ya no es un hecho inédito, reconocieran ese medio hostil que los espera en la calle, si no es que lo están viviendo ya en la (in)comodidad de sus hogares.

jueves, 17 de febrero de 2011

Novela prima I: Los perros no ladraron, Carmen Naranjo

Hay muchas formas de abordar a un autor. En la mayoría de los casos, simplemente se lee el primer libro suyo que cae en las manos, sin mayor consideración. En lo personal, suelo tener afición a, cuando es posible, comenzar por la primera novela publicada por la persona en cuestión. Esto me ocurre principalmente cuando lo que me interesa no es leer únicamente uno o varios libros, sino la obra completa. De hecho, luego no necesariamente sigo el orden de publicación de cada texto, pero sí me gusta comenzar por el mero principio. Otra particularidad es que no lo hago con los poemarios o los cuentarios, solo con las novelas. Uno sí es raro, hay que dejarse de varas.

Motivado por esta costumbre tan mía y, supongo, tan ajena también, me he propuesto escribir varias reseñas de debut novelísticos, conforme vayan cayendo en mis manos y pasando frente a mis ojos, con el título de "Novela prima". En esta ocasión, le toca el turno a una novelista nacional. 


Naranjo, Carmen. Los perros no ladraron. San José: ECR. 1966.

Y no es paja. 1966, primera edición. Había comprado esta novela hacía  mucho en la comprayventa El Lector, en Heredia, pero al tiempo me encontré en Expo 10 una edición con varios cientos de páginas más. Revisé y era la primera, así que ni lerdo ni perezoso la compré. La diferencia en  el follaje resulta de que esta versión del 66 trae márgenes anchos y letra más grande, lo cual de hecho no sólo facilita la lectura sino que la vuelve sumamente placentera.

La historia es sencilla: se trata de un día en la vida de un burócrata promedio, desde que despierta en la mañana y desayuna con su familia hasta que regresa en la noche tras su jornada laboral, durante la cual se enfrentará a toda clase de personajes como su jefe y sus compañeros de trabajo, una amante, la familia de un compañero accidentado, clientes insatisfechos y, por su puesto, su esposa y su hijo. Como bien apunta Julieta Pinto en un brevísimo comentario en la solapa del volumen, el tema es "igual al del Ulises de Joyce", aunque Naranjo no se centra en el monólogo interior y la lucha personal, sino en los roces con esa masa amorfa y casi siempre hostil que resultan ser "los otros". El protagnista se enfrenta a un mundo empresarial dispuesto a ponerlo en contra de los más elementales principios de humanidad, a lo cual él trata de resistirse, sólo para fracasar una y otra vez, con lo que comprende que la única forma de sobrevivir es pasando sobre todos los demás, devorando a los que pueda en el camino.

El retrato de la sociedad es cruento y muestra las facetas más repugnantes y, por tanto, mejor escondidas del mundo capitalista. La tiranía y la supresión de los débiles convierte la vida laboral en un laberinto del que la única salida es la resignación o la muerte, sin que esta última sea tomada en sentido únicamente metafórico.

En el aspecto formal, hay un rasgo que salta a la vista: con solo hojear la  novela se puede percibir que el texto se compone exclusivamente de diálogos. Conforme avanza la lectura se genera la sensación de estar escuchando una película. La ausencia de descripciones impide hacerse una idea precisa de la apariencia física tanto de los personajes como de los escenarios, con lo que se consigue crear un vacío en la mente del lector que a la vez se llena con lo que este encuentre a mano y permanece vacío, dejando siempre abierta la posibilidad del cambio. Este efecto no es gratuito, puesto que los personajes no solo están desprovistos de rostro y apariencia general definidas, sino que, salvo en muy pocos casos, carecen inclusive de nombre propio. Ambas carencias proveen al relato de una gran universalidad: lo ocurrido no le pasó a X o Y individuo, sino que puede ser la situación de cualquiera que viva en circunstancias similares.

Al finalizar la lectura es fácil olvidarse del enigmático capítulo inicial, en el que, siempre con uso exclusivo de diálogo, se presenta a dos interlocutores discutiendo. Uno no quiere acompañar al otro a una noche de póker con los amigos, pues tiene algo más importante que hacer: escribir. Para él, la realización de su novela es de vital importancia: "Estoy enfermo por dentro. Muy enfermo. Mi única curación es escribir una novela" (p. 14). Ante los señalamientos del jugador ("Para escribir una novela hay que vivir toda una vida, hay que tener una filosofía, hay que llenar muchas páginas" (p.13)), el escritor insiste en que no tiene ni siquiera idea de qué va a escribir, pero lo hará porque tiene que hacerlo. Al jugador no le queda más que desarle buena suerte. Este capítulo, anterior y ajeno al resto del texto, representa todo un manifiesto: no hace falta tanto haber vivido, poseer una filosofía o la seguridad de que se llenarán muchas páginas, lo único necesario es la voluntad e, incluso, la necesidad de escribir. Interesante manera de dar por iniciada la propia carrera novelística.

Historiográficamente hablando, la novela representa el ingreso definitivo de la literatura costarricense en el ámbito urbano, el cual había originado hacía casi veinte años Yolanda Oreamuno, con lo que su importancia está de por sí comprobada.

Cuando se habla de Carmen Naranjo se suele usar la palabra "experimentación" y esta novela es un buen ejemplo de ello. Sin duda alguna, tras su lectura crece la motivación de abordar su obra novelística completa.

sábado, 8 de enero de 2011

Mundo de Tinta, de Cornelia Funke




La advertencia de costumbre: quien tenga deseos de leer la trilogía Mundo de Tinta de Cornelia Funke (compuesta por Corazón de Tinta, Sangre de Tinta y Muerte de Tinta), y mantener los secretos de la trama intactos para el momento de la lectura, absténgase de leer esta reseña.

No sé por qué me ha dado por empezar todas las reseñas con una hablada de cómo encontré el libro en cuestión, pero en fin, aquí vamos; tal vez sea porque la mayoría de libros que me da por reseñar los encontré por casualidad. Como sea, allá por el 2006 me encontré en mi amodiada Librería Internacional un libro bastante interesante. Corazón de Tinta de Cornelia Funke. La contratapa, esa gran fuente de información a la vez que reveladora de secretos de la trama, me habló de una niña protagonista, bibliotecas fascinantes y, lo más importante, personajes con el don de traer a la vida a los personajes de los libros al leer en voz alta. La idea me fascinó de entrada, por lo que no dudé y lo compré. No sé si a los días o mucho después, compré la segunda parte, Sangre de Tinta, en la misma librería. Por lo que averigüé en Internet, se trataba de una trilogía aún por completar, pues la autora alemana estaba apenas preparando el tercer y último tomo.

La lectura de ambos títulos me produjo dos reacciones: fascinación por un lado, y ansias de leer la tercera parte, por el otro. Un par de años después me enteré de que la conclusión había salido al mercadoy, aunque la editorial Siruela, responsable de la versión al español de las dos primeras, la había editado a su vez, al parecer hubo un acuerdo con el Fondo de Cultura Económica para que la edición latinoamericana saliera en una especie de convenio entre ambas editoriales. El caso es que al ver que el libro no llegaba a las librerías nacionales, lo mandé a traer de México. Cuando por fin lo tuve en las manos, me percaté de que la historia permanecía muy poco en mi memoria, por lo que emprendí, el pasado diciembre, la relectura de los dos primeros tomos para rematar por fin la trilogía.

Ahora, tras la lectura completa y con un bachillerato en literatura a cuestas, la fascinación se ha multiplicado notablemente. La trilogía de Funke no es solo una excelente novela de aventuras, con una impresionante imaginativa y una trama emocionante y perfecta, sino una gran reflexión sobre el papel de la ficción en la existencia humana y, tal vez sin quererlo, un compendio de explicaciones sobre teoría literaria.

En la primera parte, Corazón de Tinta , asistimos a la presentación de los hechos: Meggie, personaje principal (al menos en esta primera novela, porque luego la cosa se complica al tratar de señalar un protagonista), es hija de un encuadernador (Mo) quien le ha transmitido su amor desbordado por la literatura. Viven en una granja apartada atestada de libros, entre los que ella ha vivido durante sus trece años de existencia. No obstante, su lugar de residencia ha cambiado en numerosas ocasiones y el paradero de su madre, según Mo, es desconocido. Una noche, un tipo aparece en medio de la lluvia. Su papá lo hace pasar y se encierra a hablar con él en su taller. Meggie los espía y, entre otras cosas desconcertantes, nota la extraña forma en que se llaman entre ellos: Mo llama al extraño Dedo Polvoriento, mientras este llama a Mo Lengua de Brujo. Conversan sobre un tal Capricornio, quien al parecer busca a Mo para pedirle algo. Dedo Polvoriento le pide que lo acompañen, pues él los puede llevar con Capricornio antes de que sus hombres los encuentren y los hagan ir por las malas.

La historia avanza y se crean nuevas interrogantes, como el paradero de la mamá de Meggie, de quien Mo solo dice que “se encuentra de viaje”. Además, Dedo Polvoriento siembra en Meggie una inquietud: ¿por qué su padre nunca le ha leído nada en voz alta? Cerca de la mitad del libro, asistimos a la explicación de los enigmas: diez años atrás, Mo regresó a casa con una caja de libros usados recién comprados. Entre ellos se encontraba una novela titulada Corazón de Tinta (el libro dentro del libro… más o menos) la cual, Mo y su esposa (Resa) decidieron leer juntos al calor del fuego. Meggie, de escasos tres años, jugaba con sus libros ilustrados. Durante la lectura, de pronto Mo vio, parados frente a él, a los tres personajes sobre los que acababa de leer en el libro: Basta, Dedo Polvoriento y Capricornio. En palabras del propio Mo “Mi voz los había arrancado del relato como si fueran marcapáginas que alguien ha olvidado entre las hojas”. Basta y Capricornio son los villanos del relato y salieron con todo y su hostilidad. Mo, a como puede, trata de explicarle a los tres lo que cree que acaba de pasar, pero se ve en problemas para sacarlos de su casa sin que lo lastimen o lastimen a Meggie y ¿Resa? No, Resa no está por ninguna parte. Tras recuperar la calma, Mo lo comprende: su voz sacó a los tres personajes y a cambio entraron al libro Resa y sus dos gatos, quienes estaban en su regazo mientras Mo leía. Dedo Polvoriento no está del lado de los demás, por lo que muestra sus respetos a Mo, pero acaba huyendo también en la noche. “Ha sucedido.- Se dice Mo.- ahora estás metido en medio de un relato, como siempre has deseado, y es espantoso”.

Con el tiempo, Capricornio se instaló en un pueblo y comenzó a reunir jóvenes callejeros para convertirlos en sus sirvientes. Así mismo, consigue un nuevo lector (por lector entiéndase alguien con las habilidades de Mo) para que traiga a “este” mundo a sus secuaces favoritos. Dado que el lector, Darius, es obligado siempre de forma cruel a leer, no puede evitar tartamudear, y los personajes que logra extraer traen alguna deformación, como la cara aplastada o una pierna coja. Inclusive, por accidente, sacó a Resa, en perfecto estado excepto por el hecho de que no puede hablar. Dada la situación, Capricornio desea encontrar a Mo para obligarlo a leerle pasajes en los que se mencionen grandes tesoros, para que estos vengan al mundo y le pertenezcan. A la vez, quiere recuperar el ejemplar de Corazón de Tinta que Mo conserva, pues quiere deshacerse de todos para que ya no haya manera de que nadie lo devuelva al mundo de que procede. Dedo Polvoriento, por el contrario, extraña su antigua vida y desea volver, por lo que tratará de evitar la destrucción de todos los ejemplares, mientras Mo lo hará pues cree que poseer uno es la única vía por la cual recuperar a Resa.

Capricornio los apresa, pues quiere a su servicio el don de Mo. Cuando logran escapar, buscan al autor de Corazón de Tinta, un viejo llamado Fenoglio, para ver si conserva algún ejemplar de su obra. Al encontrarlo, este les dice que tenía varios, pero le fueron sustraídos. Obra de Capricornio, por supuesto.

El enfrentamiento continúa y Meggie, quien es capaz de dar vida a las letras con su voz, tal como su padre, une fuerzas con Fenoglio para acabar con Capricornio.  Dado que  el anciano es el autor, puede producir nuevos textos sobre sus personajes y, con la voz de Meggie, encaminar sus destinos de la forma que le plazca. Él escribe y ella lee. En el enfrentamiento final, además de la derrota de los malos, ocurre algo inesperado: Fenoglio, tras la lectura de Meggie, desaparece sin dejar rastro. Ha terminado en el Mundo de Tinta (interior del libro), de donde ya no se sabe si podrá regresar.

La transición entre una novela y otra no resulta para nada forzado, por lo que se puede intuir que sí se pensó desde un inicio como una trilogía. Quedan muchos cabos abiertos: Dedo Polvoriento no consigue regresar, pero al final roba a Mo el único ejemplar que queda del libro que contiene su mundo. Así mismo, dos de los secuaces de Capricornio quedan con vida.

El segundo libro inicia con el hallazgo de Dedo Polvoriento de otro lector, llamado Orfeo, quien consigue introducirlo por fin de vuelta en su mundo. Sin embargo, Meggie no se queda con las ganas de conocer el Mundo de Tinta del que su madre le ha hablado tanto y lee para introducirse a sí misma en él. Ya dentro encuentra a Fenoglio, quien está cada vez más desconcertado: su mundo, el que él creó al escribir el libro, no sigue lo que él escribió sino que actúa por su propia cuenta. Personajes destinados a sobrevivir hasta el final de la historia fallecen, un déspota monarca se hace cada día con más poder y las cosas siempre terminan mal, a pesar de los intentos de Fenoglio y Meggie por enderezarlo todo a punta de letras y lectura. “A lo mejor la historia ha cambiado” afirma ella, “y ésta es una nueva y todo lo que dice el libro se ha convertido en una montaña de letras muertas”. Se pregunta el narrador, más adelante “¿Podía vivir ese mundo si su creador estaba muerto? ¿Por qué no? ¿Deja de existir un libro sólo porque haya muerto su autor?”. Estas cortas frases resultan una manera rápida y económica de explicar la noción de “la muerte del autor”, expuesta por Ronald Barthes en 1968. Lo curioso es que la separación no es únicamente entre el texto y su autor, sino también entre aquel y el libro que lo contiene, o sea, los signos físicos que lo forman.

Por si no quedó claro, cerca de la mitad del libro, al seguir saliéndosele todo de control a Fenoglio, el narrador ahonda en sus pensamientos: “A los mejor existía de verdad en alguna parte el diabólico narrador que seguía urdiendo su historia, imprimiéndole giros siempre nuevos, alevosos e imprevisibles”. Autor y texto, autor y narrador, se separan cada vez más, hasta que resulta casi imposible que el autor retome el control de sus propias palabras.

Por muchas circunstancias, Mo y Resa terminan también dentro del libro y con el primero ocurre algo interesante. Fenoglio, en parte para divertirse y en parte para darle a la gente de su mundo una salida de la opresión, escribe canciones para los juglares sobre un tal Arrendajo quien, al estilo de Robin Hood, roba a los ricos para darle a los pobres. Lo curioso es que como modelo para su personaje toma a Mo, y este, conforme pasa tiempo en el Mundo de Tinta, se va convirtiendo poco a poco en Arrendajo. Él nunca había blandido una espada, excepto para echar a Basta y a Capricornio de su casa y sin embargo ahora consigue hacerlo con relativa facilidad. De hecho llega a matar para defenderse, cosa de la que no se creía capaz. El tercer y último libro desarrolla esta oscilación del personaje entre Mo y Arrendajo, al punto de que en un momento empieza a dudar si realmente quiere regresar a su mundo, pues lo que lo ha rodeado durante meses se le hace tan real que ya no puede creer que se trate del contenido de un libro: “…y al ver cada rostro se preguntaba si realmente las líneas habían sido trazadas tan sólo por las palabra de Fenoglio o si en este mundo no había, pese a todo, un destino independiente del anciano”.

Este proceso sufrido por Mo es un claro caso de quijotización en primer grado. Fenoglio escribió canciones sobre él y poco a poco se va convirtiendo en el personaje que los demás lo llevaron a interpretar. No obstante el proceso se da de forma inversa: Alonso Quijano leyó mucho y decidió interpretar en su vida un papel libresco, a despecho de lo que dijeran o pensaran los demás, quienes de hecho insisten en recordarle su condición de simple hidalgo manchego. Mortimer Folchart (nombre completo de Mo), entra a un mundo libresco donde le está esperando un papel a interpretar, una vida donde los demás le exigirán que sus actos sean los de Arrendajo, a despecho de lo que él o sus seres queridos piensen. En las canciones de Arrendajo se habla de su inmortalidad; el Príncipe Negro le recuerda “Esto es la vida real, no las canciones”. Mortimer se pregunta, “La vida real, ¿qué es eso?”. Mo está hundido dos niveles por debajo de la realidad. Ya no es la misma persona. Su confusión recuerda al exánime “Yo ya no sé quién soy” de la segunda parte del Quijote.

Como se puede notar en estas líneas que apenas bosquejan una pequeña parte de la historia, el fuerte de la saga está en el desarrollo de sus personajes. Aunque, como es de esperarse en una novela de fantasía destinada a un público infantil (los tomos de Siruela señalan “12 años en adelante”), se da una clara división entre buenos y malos, los personajes no dejan de tener facetas que provocan cuestionamientos respecto a sus motivaciones, pertenezcan al bando que pertenezcan. Dedo Polvoriento es el mejor ejemplo de esta ambigüedad, al menos en los dos primeros libros. Él tiene un objetivo: regresar al Mundo de Tinta, por el cual llega incluso a cometer traición al entregar a Mortimer a Capricornio. Su motivación es perfectamente comprensible, hasta que nos enteramos de que Dedo Polvoriento sabe que Resa ha sido recuperada del libro y es cautiva en el castillo de Capricornio. A la vez, él no informa a Resa de que su familia está cerca, ¿es que acaso siente algo por ella? ¿Quiere mantenerla lejos de ellos y dejársela para sí? Es difícil asegurarlo, pero aún así no cuesta nada sentir rabia contra él en ciertas secciones del relato. Así mismo, la familia de Meggie no llega a estabilizarse por completo, pues ella no puede evitar sentirse celosa por esa extraña que de pronto llegó a ser, a demás de su madre, la esposa de su padre, a quien ella había tenido para sí  durante toda su vida.

Al final de la historia, Meggie y su familia permanecen en el Mundo de Tinta. Resa da a luz a un hijo, quien crece arraigado a esa realidad. Sin embargo, tanto Meggie como la tía Elinor le contarán de ese  otro mundo de máquinas voladoras, música enlatada y carruajes sin caballos, un mundo que considerará “emocionante, mucho más emocionante que el suyo”. Esta frase cierra la trilogía y uno no puede dejar de sentirse vacilado. No porque el final sea malo, sino porque venimos leyendo más de 1900 páginas sobre personas que, como nosotros lo hemos hecho incontables veces, han soñado con introducirse en el mundo de los libros para vivir las aventuras que han estado reservadas desde siempre a los héroes y heroínas de tinta y papel, y todo termina con alguien que, habiendo nacido en ese mundo, añora el nuestro. Esa es la última reflexión de Mundo de Tinta: la ficción siempre estará ahí, tentándonos con sus bellezas, sus horrores, sus aventuras y desventuras, porque nunca estaremos satisfechos con lo que tenemos. La labor de la ficción es llenar ese vacío, aunque sea parcialmente; si lo llenara del todo y pasara a ocupar el lugar de nuestra realidad, tal vez todo sería “espantoso”, como lo percibió Mo al tener delante a Basta y a Capricornio. Casi dos mil páginas de excelente literatura. No hay que perderle la pista a Funke, quizá, la mejor autora de fantasía contemporánea.

Nota adicional: hace un par de años se hizo una adaptación al cine de Corazón de Tinta, Inkheart en inglés. Recomiendo fuertemente NO ver la película, al menos sin leer el libro antes. Es una pesima adaptación y una pésima película.

martes, 3 de agosto de 2010

Marcelo Figueras, La batalla del calentamiento.

















Muchas circunstancias pueden acercarlo a uno a un libro. No son pocas las ocaciones en que he terminado con una obra maestra entre las manos (y frente a los ojos) gracias a una oferta o liquidación de una librería. Hace unos meses pasé a Nueva Década a esculcar una caja que tenían con libros de Tusquets a mitad de precio. Me habían dicho que por ahí habían encontrado una novela de Daniel Sada que me interesa. Volví al revés la caja como cuatro veces y no di con el título esperado. Tras reputearme a mí mismo por haber pasado antes por ahí sin revisar la caja, decidí fijarme en el resto de las rebajas. Noté un libro grande y llamativo de Alfaguara: Marcelo Figueras. La batalla del calentamiento. 544 pp. Al igual que los de Tusquets, el libro costaba 5 rojos. Unos versos encabezaban el texto de la contratapa:
 
 "En la batalla del calentamiento
había que ver la carga del jinete.
¡Jinete, a la carga! Una mano..."

Inmediatamente recordé la canción que me hicieron memorizar en el kinder (un poco distinta a la citada, eso sí) y le apunté unos puntos al autor por la escongencia del título. Leí  el resto de la contratapa y me convencí. Los cinco rojos que traía dispuestos a gastar en Sada los gasté en Figueras.

La batalla del calentamiento es una novela convencional en su forma, que convina elementos de suspense, el cuento de hadas y el realismo mágico. Presenta elementos fantásticos como un lobo que habla en latín, un hombre extraordinariamente grande, una niña con poderes sobrenaturales (recuerda mucho al coronel Aureliano Buendía y a Clara del Valle, que son basicamente el mismo personaje solo que en novelas diferentes [y de distinto autor... :s]) y una mujer que aparenta creer en los duendes y las banshees, pero no asì en Dios ni en el valor de la ficción. A estos tres, cuya historia es el hilo narrativo fundamental, se suma una flota de personajes secundarios, cada uno más pintoresco que el anterior, entre los que se cuentan una señora que odia los niños, un regidor con doble personalidad, un abogado tímido y un empleado público disléxico.

La novela sigue a Teo, el gigante, y podría decirse el personaje principal, quien conoce casi accidentalmente a Pat, la de los duendes y banshees, y a su hija Miranda, la de los poderes. Una noche de sexo entre los dos primeros, quienes no pretendían otra cosa más que aprovecharse entre sí durante un rato, los une sentimentalmente, por lo que forman una familia improvisada con la pequeña Miranda. La narración desarrolla las personalidades y las historias de los tres, a la vez que ahonda en la amplia paleta de personajes secundarios y profundiza en la historia y las características de Santa Brígida, el pueblo donde transcurre la mayoría el relato. Este poblado cordillerano, supuestamente ubicado al sur de Argentina,  es escenario de todo tipo de acontecimientos, desde una guerra entre los pobladores originales y los hippies inmigrantes, hasta un festival anual, el sever (revés) donde toda norma se invierte y todo el mundo tiene derecho para ser lo que no es. El espacio se convierte en un personaje más, del que se cuentan hasta los motivos de su bautizo.

La prosa de Figueras es fluida y absorbente, sin grandes proesas lingüísticas, pero por ello dotada de una adecuada transparencia. Los diálogos son coloquiales, creíbles, frescos, perfectamente imaginables en una conversación. La descripción es rica pero no agobiante, de modo que se generan físicos y ambientes que toman forma inmediantemente en la imaginación. Estructuralmente, las retrospectivas que van revelando el pasado de los personajes están bien distribuidas, lo que consigue que el misterio se devele progresivmamente y mantenga el interés vivo hasta el final. Todo esto salpicado siempre por un fino humor.

Sin duda el punto fuerte de la novela es el desarrollo de personajes, que consigue que se gesten en el lector sentimientos (a veces encontrados) hacia cada uno de ellos. Las personalidades quedan sólidamente definidas y se perciben los choques entre ellas. Pat y Teo armonizan, pero ella, aunque lo acepta en su casa, se empeña en esconderle los filamentos más finos de su pasado, con la excusa de que lo hace para proteger a Miranda de su cruel y poderoso abuelo paterno. Aunque todo parece indicar que Teo es de confianza, Pat no cede en su reserva, y al irse complicando las cosas es el mismo gigante quien tiene que averiguar sobre los orígenes de la niña. Por su lado, el abogado Dirigibus, tímido hasta el alma, quien ha pretendido durante años a la señora Pachelbel, se ve de pronto inmiscuido en un triángulo amoroso que jamás hubiera sospechado. Eso por mencionar un par de casos.

Otra cumbre del texto es la efectiva manera en que combina la temática fundamentalmente fantástica con referencias a la dictadura argentina, las cuales pasan de aparecer ocasionalmente a ser uno de los pilares de la historia, de modo que la imaginación se funde con la más cruda realidad en las dosis adecuadas. El resultado es un universo independiente (la utilización de un pueblo imaginario se revela como utilísima) salpicado aquí y allá por la veracidad de nuestro mundo (este tipo de combinación me recuerda a El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro).

El ritmo de la narración es dinámico, aunque decae un poco en los capítulos dedicados al pasado del pueblo, que no logra ser tan interesante como su presente. Uno quisiera seguir leyendo en todo momento sobre los acontecimientos actuales y resiente un poco las retrospectivas, como la dedicada a las guerras hippies.

La trama principal se ramifica en otras historias, todas interesantes, hasta desembocar a un momento de alta tensión donde se esperan muchos acontecimientos... pero el narrador de pronto zanja todo con un par de líneas donde afirma que lo que uno tanto teme que ocurra, simplemente no lo hará y cierra la novela con un suceso un tanto cursi y predecible, que tal vez hubiera funcionado si todos los cabos se hubieran atado adecuadamente. El punto flaco es, por tanto, el final.

Una excelente novela, aunque su descenlace impidió que pasara a ocupar un lugar entre mis favoritas. Figueras parece un digno (tal vez demasiado digno) heredero del realismo mágico del boom, el cual combina ágilmente con la escuela universal de los cuentos tradicionales y con los relatos testimoniales. Lectura recomendada para todo tipo de lectores.

lunes, 15 de febrero de 2010

Aurenthal y la literatura maravillosa en Costa Rica

Este texto lo mandé al Áncora, palanqueado por un profesor de la UNA que se ofreció a ayudarme a publicarlo, y fue rechazado por referirse a "un libro que salió hace ya tiempo"... en fin, a quien interese: 

La literatura infantil suele ser relegada de los grandes círculos académicos por la creencia de que los únicos que pueden sacarle provecho son los niños. Más aún, se la considera algo así como un juego, como si fueran mentes infantiles las que la produjeran, y no personas de gran capacidad y preparación, en ocasiones los mismos académicos. Pienso en nombres como Carlos Rubio o Lara Ríos, y si vamos al pasado, Carlos Luis Sáenz y Carmen Lyra son ejemplos de suficiente peso como para llamar la atención de cualquiera. No obstante, también los menores han sorprendido en más de una ocasión al hermético mundo adulto, como fue el caso de Irene Guzmán Ferreto, que ganó el Primer Premio Embajada de España de Narrativa Infantil en el 2008, con su excelente novela Castillo Fantasía, al contar tan solo dieciséis años.

Así mismo, la fantasía es de inmediato asociada con esta literatura llamada “infantil”, tal vez porque en la vida adulta ya no hay espacio para lo que Todorov llamó lo maravilloso, o sea, esos mundos cuyas leyes naturales son diferentes a las del nuestro, por lo que permiten acontecimientos que, a nosotros, los lectores, nos parecen maravillosos. Curiosamente, lo fantástico, pensemos en Borges o en Cortázar, sí llama la atención de la gente “madura”, probablemente porque la irrupción de un hecho inexplicable en un mundo calcado al real no le resulta tan chocante.

En Costa Rica algo se ha hablado de la literatura fantástica nacional, pero no así de la maravillosa. Será porque se la considera infantil o no, no me interesa. Lo que me interesa es que hay una novela que, si bien tuvo su reconocimiento al ser publicada, con el tiempo ha ido cayendo en el olvido hasta convertirse en un objeto de colección para los bibliófilos que recorremos incansables las compraventas del país.

Luis Ricardo Rodríguez nació en San José en 1966. A los veinticinco años, un año después de egresar de la Facultad de Derecho de la UCR, publicó Aurenthal, una novela sobre dos niños que deben enfrentarse a la catástrofe ocasionada por un escritor frustrado que, en su afán por el éxito editorial, escribe una historia mediante fragmentos textuales extraídos de obras famosas. Las consecuencias: al extraer una cita y agregarla al nuevo texto, por un desequilibrio entre el tiempo literario y el real, la obra completa de un autor al azar desaparece de la historia y la memoria humanas.

Como lo hizo Michael Ende en La historia interminable doce años antes y como lo haría Cornelia Funke en la saga Mundo de tinta trece después, Rodríguez nos presenta una novela sobre novelas, o mejor dicho, sobre literatura. El mismo señor Howell, abuelo de uno de los protagonistas, lo sentencia casi al final del texto: “muchos libros tratan sobre historias y relatos. Pero si esta se escribiera alguna vez, sería lo contrario: un relato sobre libros”. Así, la obra se incluye en una tradición remontable hasta el mismísimo Quijote, la cual indaga en el propio terreno de la creación literaria. En la historia de Edgar Ardoni, el escritor frustrado que recurre a las obras consagradas para escribir la propia, se aprecia la experiencia de cualquier autor, quien en realidad recrea otros textos que ha leído en los que escribe. Es lo mismo que los niños, Steven y Gabriel, deben hacer para remediar el problema ocasionado por Ardoni: recurrir a todo su bagaje literario para escribir un nuevo texto.

La estructura de la novela muestra un proceso que, si bien no es único, no deja de sorprender y de resultar complejo. Tras el primer tercio de la novela, cuando los niños se disponen a continuar la historia que Ardoni dejó inconclusa, la obra comienza a alternar entre el relato de lo que hacen los niños y el que ellos mismos están escribiendo, de modo que el texto se vuelve dual y el lector asiste a la confluencia de ambas partes. Sin que la narración se vea truncada, los dos relatos se van desarrollando de modo que la lectura nunca pierde interés, y el lector se ve tan motivado a seguir la historia de los dos jóvenes como la de los héroes que ellos mismos están creando. Esta dualidad recuerda a la de La Historia Interminable, ya citada, donde Ende consigue el mismo efecto al mostrar tanto la historia de Bastián como la que Bastián lee.

La novela no solo resulta interesante de principio a fin, sino que, con el paso de las páginas, se convierte en un gran tributo a la lectura y a los libros, así como a la misma creación literaria. La frecuente mención de obras famosas de la literatura universal activa la curiosidad del lector, quien probablemente las buscará motivado por los personajes quienes, solapadamente, las recomiendan. Así, la obra termina siendo el inicio de una cadena literaria que se expandirá con cada nueva lectura. Y bien que la promoción de la lectura conviene mucho a una juventud como la nuestra, cada vez más alejada de este acto tan placentero y enriquecedor.

El complejo relato, que a pesar de serlo no llega a abrumar al lector de ninguna manera, evita la sobreestimación del lector infantil al que supuestamente se dirige la obra, lo que suma la ventaja de que así será atractiva para un público de cualquier edad. Las reflexiones sobre el equilibrio necesario entre el tiempo literario y el real son interesantes desde el punto de vista de la teoría literaria, así como las nociones de autor y narrador que el texto propone. Ya en un plano ético, la misión del escritor como un recreador de la realidad y un buscador de mundos posibles está también presente.

La literatura maravillosa infantil y juvenil, término que no acuño como definitivo ni mucho menos, es poco tomada en cuenta en nuestro medio y en cualquier otro, pero obras como Aurenthal llaman irresistiblemente la atención. Ojalá estas líneas sirvan para, además de crear interés por la novela, que su autor o su editorial nos den el gusto de una nueva edición, así como el de la publicación de su novela inédita. 

Aquí, otra reseña del libro, desde otra óptica, para la variedad de criterios:
http://heredia-costarica.zonalibre.org/archives/2009/09/luis-ricardo-rodriguez-vargas.html

Citas de Rodríguez, Luis Ricardo. Aurenthal. San José: Norma. 1991.

lunes, 25 de enero de 2010

La insoportable levedad del ser: el híbrido ensayo-novela

1880. Afirmó Émile Zola, en su ensayo La novela experimental, que la literatura debía regirse mediante los mismos parámetros de las ciencias naturales. La obra literaria sería una suerte de laboratorio en el que el autor experimentaría con sus personajes, exponiéndolos a diversas situaciones y observando cómo se desarrollaban los acontecimientos. De esta manera se planteaba Zola la posibilidad de obtener conocimientos objetivos de la condición humana a partir del arte literario.

1984. Año orwelliano. El naturalismo quedó atrás hace mucho y, a pesar de tanta profecía fatalista, la novela se mantiene en la cúspide de los géneros literarios. El boom latinoamericano gritó al mundo que por estas latitudes también se hacía literatura de trascendencia universal y García Márquez se consolidó con el premio Nobel de literatura hace tan solo dos años. Cortázar se fue en febrero. A Borges le quedan dos años. En Francia, Milan Kundera, de 55 años, publica La insoportable levedad del ser.

Escuché el nombre de Kundera por primera vez por una profesora, quien me habló precisamente de La insoportable levedad. Me extrañó que fuera un escritor famoso al que nunca hubiera escuchado mencionar. Una prueba más de la implacable ignorancia en que, por más que me esfuerce por evitarlo, termino navegando siempre. Por lo que me dijeron, entendí que era un autor existencialista. Investigué y descubrí el año de publicación de la novela mencionada. Un poco tarde para ser existencialista. En efecto, aunque la novela contiene muchos temas de esta corriente (la angustia ante la vida, la incomunicación, la vida como un absurdo, etc), es mucho más que otra de sus exponentes.

El logro de Kundera se me hace técnico. Sin haber leído demasiado a Zola ni a otros naturalistas, me parece que La insoportable levedad  es una exitosa aplicación del principio de la literatura como ciencia experimental. Me explico:

En La insoportable levedad, la trama y los personajes parecen a veces meras excusas para el desarrollo y la ejemplificación de ideas. El mismo narrador aclara enfáticamente, en el primer capítulo de la segunda parte, que aquello que el lector contempla no es un hecho real: “Sería estúpido que el autor tratase de convencer al lector de que sus personajes están realmente vivos. No nacieron del cuerpo de sus madres, sino de una o dos frases sugerentes o de una situación básica” (p. 45*). De hecho, los dos capítulos iniciales de la primera parte desconcertarían a un lector que esperase una típica introducción al mundo narrado: en lugar de eso, lo primero que uno se topa es una disertación sobre el concepto del eterno retorno y la consecuencia que sobre la historia humana tendría que este no fuera real (posición que parece ser la del narrador).  Así, de entrada el texto no parece una novela, sino que se acerca más al género del ensayo, el más apropiado para la divulgación científica.

No obstante, en el tercer capítulo aparece ya un nombre: “Pienso en Tomás desde hace años, pero no había logrado verlo con claridad hasta que me lo iluminó esta reflexión. Lo vi de pie junto a la ventana de su piso…” (p. 12). Aunque la mención del personaje desata la carga novelesca, esta no se da en forma de una definición absoluta: más que señalar dónde está el personaje, qué hace, cómo es, el narrador se limita a decir que piensa en él y que lo vio de pie, junto a la ventana de su piso. Tomás es un pensamiento, una visión del narrador, no la pretensión de un ente real y concreto.

La historia del mujeriego que de pronto, gracias a seis casualidades, se ve unido a una mujer fija es un medio mediante el cual se nos presenta una serie de reflexiones de todo tipo (existenciales, sociales, políticas, metafísicas, amorosas…) que se comprueban en los acontecimientos de la trama. Tomás, aunque se casa con Teresa, no deja nunca a sus amantes y el narrador reflexiona sobre los tipos de mujeriego: “Unos buscan en todas las mujeres su propio sueño, subjetivo y siempre igual, sobre la mujer. Los segundos son impulsados  por el deseo de apoderarse de la infinita variedad del mundo objetivo de la mujer” (p. 210). Así, el desarrollo de la trama da pie a la reflexión y cada vez es más difícil dilucidar cuál está sometida a cuál. En algunos fragmentos es difícil incluso mantener la distancia entre narrador y autor: “todas esas situaciones las he conocido y las he vivido yo mismo, sin embargo de ninguna de ellas surgió un personaje como el que soy yo, con mi currículum vitae. Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron” (p. 232). ¿El narrador habla del autor? ¿El autor se entromete en la narración? ¿Nunca hubo narrador, sino que estamos frente a un extraña criatura a medio camino entre la novela y el intento de novelización de un tratado filosófico? Buenas preguntas.

Kundera pone en práctica el principio naturalista creando situaciones verosímiles que muestren la validez de sus ideas. Experimenta con sus personajes, ubicándolos en contextos cotidianos y realistas (cuando no históricos) que terminan por arrojar las más crudas reflexiones sobre la realidad: “La historia es igual de leve que una vida humana singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no existirá” (p. 234).

Y la novela no es solo eso: también es una intricada historia de amor entre varios personajes de intensísima humanidad, así como un documento de la violencia de las revoluciones e invasiones de Europa oriental y, lo más meritorio, un libro que se lee con gran placer, a pesar de la gran profundidad del contenido que alberga. No hace falta complicarse para escribir sobre asuntos complicados. Quien logra ese equilibro es  definitivamente un gran escritor.

* Las citas fueron tomadas de Kundera, Milan. La insoportable levedad del ser. México: Tusquets editores. 2008.

martes, 17 de noviembre de 2009

Lecturas del 2009: Laforet, Carmen. Nada.


Aunque he tenido varias ideas para escribir en el blog, se me ocurrió hablar un poco de algunos libros que leí en este año 2009 y la forma en que me marcaron, ya sea positiva o negativamente. El primer turno le toca a Nada, de la catalana Carmen Laforet.

Nada ganó el premio Nadal (sí, la similitud del nombre también me hizo gracia) de novela en 1944. Se trata de la historia de una joven, Andrea, que se hospeda en casa de unos parientes para estudiar letras en Barcelona. El camino de la estación del tren hasta la calle Aribau lo hace llena de ilusiones, pero el desencanto aguarda a las puertas mismas de la casa: suciedad, violencia, adulterio, oscuridad, locura... un sin fin de desgracias esperan a la estudiante, que trata de crear una burbuja dentro de la cual aislarse de ese mundo. Muy simbólica resulta un pasaje en que se mete a la ducha y evita tocar las paredes que la rodean, como deseando que el agua la haga inmune a tanta cochinada.

Conforme el texto avanza se notan los intentos de Andrea por dejar atrás el agobio de su hogar, no solo representado por la casa asquerosa y la familia conflictiva, sino también por el peso de la tradición católica encarnada en su tía Angustias, quien trata de reprimirla mediante un régimen de control que le impone no salir de la casa a menos que sea con ella, no mirar a la gente, rezar todos los días, etcétera. Andrea trata de liberarse con sus amigos de la universidad, saliendo con ellos y asistiendo a actividades que ellos mismos organizan. Sin embargo, el desencanto se hace presente una vez más: Andrea no pertence al mundo burgués de sus amigos, por lo que no puede amoldarse a sus exigencias.

La novela se acerca a la corriente existencialista imperante en su época. El desencanto perenne que vive Andrea y su final abandono de la situación familiar para buscar un nuevo norte personal remiten a la noción del absurdo y la individualidad del existencialismo. En el pesimismo y la incapacidad de mejoría que impregnan la obra entera se percibe también la desolación moral de la España de posguerra.

A nivel personal, me fasinó la manera en que la narración consigue que cada desencanto de Andrea sea también del lector, pues es sofocante ver que cada intento por salir adelante termina en una nueva decepción. La sensación de claustrofobia y asco se mantiene viva durante toda la novela, no solo motivada por la atmósfera costrosa y oscura de la casa de la calle Aribau, sino también por la personalidad hermética y amoral de cada uno de sus habitantes.

El círculo de amigos de Andrea, los bohemios del taller de pintura y su mejor amiga Ena, resultan excelentes cuadros humanos, llenos de aspiraci0nes y sueños pero sumidos en una realidad absurda que les dificulta cualquier intento de superación. Me pareció particularmente curioso el caso de Iturdiaga, aspirante a escritor, que no consigue que su padre millonario le costee la publicación de su novela. La condición acomodada del muchacho le ha permitido escribir, pero la visión materialista de su padre no le permite dar al mundo su creación. Toda una paradoja respecto a la inutilidad del dinero que se hace viejo guardado en el banco.

Me resultó sumamente conmovedor el pasaje en que Andrea asiste a un baile en casa de Pons. El ambiente burgués, encopetado, de ropa fina y glamour, le queda demasiado grande a la joven, por lo que termina, como siempre, huyendo del lugar. No solo se desvanecieron sus altas espectativas sobre el evento, sino también las que tenía sobre Pons, a quien ella llama su "primer pretendiente". La inmadurez del joven queda en evidencia cuando es incapaz de reclamar a su familia por los desprecios que le dirige a Andrea, a pesar de mostrar a la vez que siente cariño por ella.

En síntesis, Nada es una novela muy bien configurada que obliga al lector a encontrarse de frente con una horrenda realidad, que pareciera prometer grandes cosas a ratos, pero que se revela cruenta y hostil una y otra vez. Una lectura de las que me gustan, que muestra a los seres humanos tal cual son, tan llenos de virtudes como de defectos y capaces tanto de la más sincera ternura como del más cruel desprecio.

Si a alguien le interesara leer más sobre esta novela, recomiendo el siguiente enlace, con un análisis mucho más largo y exhaustivo que el mío.

http://erudicion.blogspot.com/2007/03/volver-leer-nada-de-carmen-laforet.html

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Comentario sobre Valses Nobles y Sentimentales


Mi primer contacto con don José Marín Cañas fue el nueve de setiembre del 2007. En la sección Áncora(uno de los únicos periódicos o fragmentos de periódicos que leo [ el otro es el periódico Ojo y pare de contar] ) de La Nación, venía un artículo de Carlos Cortés sobre la n0vela El Infierno Verde. Una sola cosa me quedó grabada en la memoria después de leer el artículo: que José Marín Cañas, escritor hasta ahora desconocido para mí, había escrito esa novela a ritmo de cuatro páginas por noche. Hace ya varios años que intento novelar y soy conciente de que escribir una página entera en una noche es una labor durísima. Si conseguía el cuádruple de eso, definitivamente era bueno el tal Marín Cañas. Ahora que releeo el artículo en la página electrónica de La Nación, recuerdo algo más: Marín escribió tan rápido porque en un principio publicó esa novela por entregas en el periódico La Hora. Lo increíble es que esa versión fue la que, meses después, publicó Espasa Calpe, sin ninguna corrección, salve la inclusión de una nota editorial. Si Marín Cañas logró escribir una novela que interesó a Espasa Calpe, a ritmo de cuatro páginas por noche, entonces no era bueno, era un dios, o como me gusta decir a mí, un Santo. De inmediato busqué el libro. Lo encontré, como casi siempre, en la comprayventa El Lector, en Heredia. En el transcurso de este año he conseguido casi todas las otras obras de Marín Cañas: Lágrimas de Acero, Tú, la Imposible, Pedro Arnáez (novelas), Los Bigardos del Ron (cuento), Ensayos (diay... ensayos) y Valses Nobles y Sentimentales (memorias, podríamos decir). Es de este último tomo del que me interesa hablar.

Marín Cañas, José. Valses Nobles y Sentimentales: Editorial Costa Rica, San José, Costa Rica, 1981. Esa es la ficha bibliográfica. Lo conseguí hace unas semanas, también en El lector. El libro , para mí, tiene varias particularidades. En primer lugar, fue el último libro que Marín Cañas escribió. También es el último que he conseguido de su autoría; lo más curioso: es el primero y el único que he leído. Las lecturas de la U y el exceso de libros en cola me han impedido leer la obra de Marín Cañas, pero algo en el hallazgo de estos valses, tal vez el hecho de que yo no sabía que existían hasta que me los encontré, me atrapó y no me dejó hasta que los concluí.

El libro es, para decirlo de alguna manera, una selección de recuerdos que Marín Cañas escribió y cuya labor de edición dejó a cargo de su amigo Alberto Cañas. El autor no llegó a ver el libro publicado.

El texto traza eficazmente la imagen del San José de las primeras décadas del siglo XX, con detalles geográficos y culturales de gran valor histórico e interés general. Los primeros capítulos están poblados de los recuerdos de la infancia del autor: sus años como escolar, las mejengas (que no constaban de dos tiempos sino de uno solo, que duraba todo el día), su aparición pública como apóstol en una procesión y la amarga ocasión en que, víctima de la irresponsable broma de un joven, recibió un balazo en el hombro. En estos apartados iniciales, el autor muestra la mayor abundancia en detalles, pues eran tal vez sus recuerdos más queridos. Más adelante se narra su paso por el Liceo de Costa Rica y la manifestación en contra de la dictadura de los Tinoco el 11 de julio de 1919, en la que toma parte junto a sus compañeros del liceo; los estudiantes y demás ciudadanos, liderados por Carmen Lyra y otras maestras, se enfrentan a la policía en una batalla que culminaría con la quema del diario La Información, perteneciente al gobierno.

También con lujo de detalles, Marín cuenta sus experiencias laborales de juventud. Primero, desempeñó la labor de "cajero" (literalmente, jalador de cajas) en un almacen "de por el mercado" (p. 91). Más tarde, fue ascendido al puesto de agente viajero del mismo establecimiento. Su labor ahora consistía en ir por las diferentes provincias del país, ofreciendo mercadería en todo tipo de negocios. Los viajes en tren y las peripecias para cumplir con su deber a la vez divierten como angustian, pues es sencillísimo identificarse con ese José de menos de veinte años, que recorría el país para ganarse la vida.

Más adelante se cuentan experiencias más maduras, como la compra de una finca en Barba de Heredia y todas las dificultades que supuso sacarle provecho a la tierra y a las vacas. Por supuesto aparece una sección dedicada a la época de La Hora y otra más a la tertulia conocida como "la ventana", por llevarse a cabo en el alféizar de una de las ventanas del Diario Costa Rica, en la que tomaron parte grandes escritores e intelectuales costarricenses como Abelardo Bonilla, Julián Marchena y Carlos Salazar Herrera. Hasta se deja un espacio para una crónica futbolística, referente a la hazaña conseguida por el mediocentro Ricardo "Poeta" Bermúdez, jugador del Club Sport la Libertad, en un partido internacional.

En los últimos capítulos aparecen la añoranza por los amigos perdidos y la tristeza que deja el paso del tiempo. En realidad, todo el libro está impregnado de ese aire trágico y doloroso mediante el cual Marín Cañas expresa la frustración que representa envejecer y ver consumirse todo lo que uno ama, además de la conciencia de que no es mucho el tiempo que queda por vivir. Con una cruda y orgullosa voz, el penúltimo capítulo narra el ominoso pasaje cuando la Universidad de Costa Rica decide prescindir de sus servicios como profesor, por no contar con un título académico. A pesar de la lucha librada por sus alumnos y algunos amigos que le quedaban, la plaza es llevada a concurso y Marín Cañas decide no poner un pie más en dicha institución.

El texto es, sin lugar a dudas, un valiosísimo documento. Desde el punto de vista literario, representa una amena lectura, cargada de emocionantes pasajes y reflexiones conmovedoras sobre la transitoriedad de la vida y el valor de la lucha (nunca se me va a olvidar la imagen de Marín Cañas con un estañón al hombro en medio de la oscuridad de la noche, por citar un ejemplo). Es un hecho que la narración no mantiene una continuidad, sino que más bien está llena de lagunas. No se habla, por ejemplo, del nacimiento de los hijos del autor, aunque en alguna parte aparezca alguno de los mismos, ni de la génesis de ninguna de sus obras literarias. Hay que tener claro que no se trata de una autobiografía, sino de, como dije al principio, una selección de recuerdos de la vida de Marín Cañas, hecha y redactada por él mismo, en la que quedaron sin reseñar pasajes que él no consideró valiosos, o que prefirió mantener en privado. Desde el punto de vista histórico-cultural, muestra de manera muy humana las características sociales de la capital costarricense en los albores del siglo, tales como la participación activísima del pueblo en las campañas electorales y en las tradiciones religiosas, como las mentadas procesiones de Semana Santa.

En suma, es un libro que vale la pena leer, tanto por el placer que brinda su lectura como por la información que brinda sobre la Costa Rica del pasado, sin dejar de lado que se trata de la vida de uno de los Santos de la Literatura nacional. No me arrepiento de haber comenzado con la obra de Marín Cañas por su último libro. Ahora, tengo muchas razones para leer los demás.