domingo, 31 de enero de 2010

Considerando en frío, imparcialmente...

 

Con el permiso de César Vallejo, ¡ejem!, uso su verso para titular esta (espero) corta reflexión. Cito a Carlos Morales (ver cita completa aquí):

"Bueno, ya yo voy como por las relecturas, ¿verdad? Los nuevos –como decía Sábato– espero a que sean clásicos para leerlos..."

Es el principio de la respuesta que da el escritor a la pregunta de Clubdelibros de cuál fue su libro favorito del año. No sé en qué obra de Sábato aparece expresada esa idea pero, sin importar quién la haya dicho, realmente me parece una pura y cruda estupidez. ¿Esperar a que un libro o autor sea un clásico para leerlo? Mmm, esa actitud solo me parecería razonable bajo tres circunstancias complementarias: 1. que todo libro que a la larga se convirtiera en clásico fuera de seguro una gran obra, 2. que toda gran obra lograra converstirse en clásico y 3. que tuviéramos vida suficiente como para esperar a que los nuevos libros se conviertan en clásicos.

No hay que perder de vista que el canon literario universal (y el local) no es más que una imposición de las instituciones culturales, las editoriales y las academias. Se dice que también influyen las preferencias de los lectores, pero es un hecho que uno no puede leer sino lo que se publica. Quién sabe cuántos grandes escritores han quedado en el anonimato porque una editorial no los quiso publicar. Un caso importante que se me viene a la cabeza es el de Cien años de soledad, que fue rechazado por Seix Barral. Así le ha de haber pasado a muchos que tuvieron que guardar su obra porque no tuvieron la suerte de García Márquez de encontrar otra editorial que les diera bola. Y ese representa solo el primer obstáculo. Para lograr su inclusión en el salón de la fama de los clásicos, un libro debe ser alabado por la crítica, vendido en grandes cantidades y reeditado muchas veces para permanecer en la memoria colectiva del público lector. Claro que grandes obras de la literatura universal, Madame Bovary, por ejemplo, fueron despreciadas en el momento de su aparición y fue con los años que les vino el reconocimiento que merecían, pero por otro lado muchos libros son llamados clásicos (a veces hasta clásicos inmediatos, sea lo que sea eso) por solo el hecho de llevar la marca registrada de x autor.

Si hay algo en que creo (y perdón por el matiz religioso de esta afirmación) es en el libre albedrío de cada individuo. Esperar a que un libro sea llamado clásico para leerlo es ceder la capacidad propia de criterio, basarse en juicios ajenos que decidieron la salvación o la condena de un texto. Conozco muchas grandes obras literarias que están en el olvido y que han pasado frente a mis ojos gracias a afortunadísimas casualidades y no a que se consideren clásicos.

El señor Morales escribió La revelión de las avispas, texto que obtuvo el premio nacional de novela en 2008. Muchísima gente ha criticado con dureza esta novela. Cada día escucho más juicios negativos sobre ella, lo cual no me impidió comprarla y tenerla entre mis lecturas pendientes, puesto que no voy a tragarme el juicio ajeno sin más. Voy a leer la novela  y a juzgarla por mi cuenta, no a esperar que otros lo hagan por mí o dignarme a consumirla hasta que haya recibido el (por demás hipotético) epíteto de "clásico". 

Francamente me daría miedo llegar a viejo y saber que no leí un montón de cosas porque todavía no eran clásicos. Quién sabe cómo hace don Carlos. Habrá que preguntarle. Aunque pensándolo bien... naaaaah, no le preguntemos.



lunes, 25 de enero de 2010

La insoportable levedad del ser: el híbrido ensayo-novela

1880. Afirmó Émile Zola, en su ensayo La novela experimental, que la literatura debía regirse mediante los mismos parámetros de las ciencias naturales. La obra literaria sería una suerte de laboratorio en el que el autor experimentaría con sus personajes, exponiéndolos a diversas situaciones y observando cómo se desarrollaban los acontecimientos. De esta manera se planteaba Zola la posibilidad de obtener conocimientos objetivos de la condición humana a partir del arte literario.

1984. Año orwelliano. El naturalismo quedó atrás hace mucho y, a pesar de tanta profecía fatalista, la novela se mantiene en la cúspide de los géneros literarios. El boom latinoamericano gritó al mundo que por estas latitudes también se hacía literatura de trascendencia universal y García Márquez se consolidó con el premio Nobel de literatura hace tan solo dos años. Cortázar se fue en febrero. A Borges le quedan dos años. En Francia, Milan Kundera, de 55 años, publica La insoportable levedad del ser.

Escuché el nombre de Kundera por primera vez por una profesora, quien me habló precisamente de La insoportable levedad. Me extrañó que fuera un escritor famoso al que nunca hubiera escuchado mencionar. Una prueba más de la implacable ignorancia en que, por más que me esfuerce por evitarlo, termino navegando siempre. Por lo que me dijeron, entendí que era un autor existencialista. Investigué y descubrí el año de publicación de la novela mencionada. Un poco tarde para ser existencialista. En efecto, aunque la novela contiene muchos temas de esta corriente (la angustia ante la vida, la incomunicación, la vida como un absurdo, etc), es mucho más que otra de sus exponentes.

El logro de Kundera se me hace técnico. Sin haber leído demasiado a Zola ni a otros naturalistas, me parece que La insoportable levedad  es una exitosa aplicación del principio de la literatura como ciencia experimental. Me explico:

En La insoportable levedad, la trama y los personajes parecen a veces meras excusas para el desarrollo y la ejemplificación de ideas. El mismo narrador aclara enfáticamente, en el primer capítulo de la segunda parte, que aquello que el lector contempla no es un hecho real: “Sería estúpido que el autor tratase de convencer al lector de que sus personajes están realmente vivos. No nacieron del cuerpo de sus madres, sino de una o dos frases sugerentes o de una situación básica” (p. 45*). De hecho, los dos capítulos iniciales de la primera parte desconcertarían a un lector que esperase una típica introducción al mundo narrado: en lugar de eso, lo primero que uno se topa es una disertación sobre el concepto del eterno retorno y la consecuencia que sobre la historia humana tendría que este no fuera real (posición que parece ser la del narrador).  Así, de entrada el texto no parece una novela, sino que se acerca más al género del ensayo, el más apropiado para la divulgación científica.

No obstante, en el tercer capítulo aparece ya un nombre: “Pienso en Tomás desde hace años, pero no había logrado verlo con claridad hasta que me lo iluminó esta reflexión. Lo vi de pie junto a la ventana de su piso…” (p. 12). Aunque la mención del personaje desata la carga novelesca, esta no se da en forma de una definición absoluta: más que señalar dónde está el personaje, qué hace, cómo es, el narrador se limita a decir que piensa en él y que lo vio de pie, junto a la ventana de su piso. Tomás es un pensamiento, una visión del narrador, no la pretensión de un ente real y concreto.

La historia del mujeriego que de pronto, gracias a seis casualidades, se ve unido a una mujer fija es un medio mediante el cual se nos presenta una serie de reflexiones de todo tipo (existenciales, sociales, políticas, metafísicas, amorosas…) que se comprueban en los acontecimientos de la trama. Tomás, aunque se casa con Teresa, no deja nunca a sus amantes y el narrador reflexiona sobre los tipos de mujeriego: “Unos buscan en todas las mujeres su propio sueño, subjetivo y siempre igual, sobre la mujer. Los segundos son impulsados  por el deseo de apoderarse de la infinita variedad del mundo objetivo de la mujer” (p. 210). Así, el desarrollo de la trama da pie a la reflexión y cada vez es más difícil dilucidar cuál está sometida a cuál. En algunos fragmentos es difícil incluso mantener la distancia entre narrador y autor: “todas esas situaciones las he conocido y las he vivido yo mismo, sin embargo de ninguna de ellas surgió un personaje como el que soy yo, con mi currículum vitae. Los personajes de mi novela son mis propias posibilidades que no se realizaron” (p. 232). ¿El narrador habla del autor? ¿El autor se entromete en la narración? ¿Nunca hubo narrador, sino que estamos frente a un extraña criatura a medio camino entre la novela y el intento de novelización de un tratado filosófico? Buenas preguntas.

Kundera pone en práctica el principio naturalista creando situaciones verosímiles que muestren la validez de sus ideas. Experimenta con sus personajes, ubicándolos en contextos cotidianos y realistas (cuando no históricos) que terminan por arrojar las más crudas reflexiones sobre la realidad: “La historia es igual de leve que una vida humana singular, insoportablemente leve, leve como una pluma, como el polvo que flota, como aquello que mañana ya no existirá” (p. 234).

Y la novela no es solo eso: también es una intricada historia de amor entre varios personajes de intensísima humanidad, así como un documento de la violencia de las revoluciones e invasiones de Europa oriental y, lo más meritorio, un libro que se lee con gran placer, a pesar de la gran profundidad del contenido que alberga. No hace falta complicarse para escribir sobre asuntos complicados. Quien logra ese equilibro es  definitivamente un gran escritor.

* Las citas fueron tomadas de Kundera, Milan. La insoportable levedad del ser. México: Tusquets editores. 2008.

lunes, 18 de enero de 2010

La tumba de Yolanda Oreamuno en el abandono (iniciativa para sarvarla del mismo)



ATENCIÓN: Esta entrada se trata de un proyecto que inicié hace más de año y medio para colocar una placa en la tumba de Yolanda Oreamuno. Sin embargo, este proyecto está a punto de concretarse. Para más información, dar clic aquí para una nota actualizada. La petición de colaboración económica ya no es válida, aclaro. Gracias.

Yolanda Oreamuno murió en México el 8 de julio de 1956, a los cuarenta años.  Se había ido de Costa Rica, harta de se le tratara de convertir en una suerte de leyenda  acabada cuando aún tenía mucho por vivir y por hacer: "Les dejo la leyenda para que se distraigan, pero me vengo yo" (1947). Su búsqueda por un lugar dónde echar raíces la llevó a México en 1951. Cinco años después la enterraron en esa tumba de la imagen donde, como dice la leyenda del recuadro, "ni una lápida con su nombre" indicaba quien yacía debajo.

Leyendo por ahí supe que en 1961, por iniciativa de algunos colegas y de Olga Bededictis de Echandi, sus restos fueron trasladados a Costa Rica, al Cementerio General de San José. El pasado lunes 11 de enero fui con una amiga al cementerio con la intención de visitar la tumba. Como la búsqueda se nos dificultaba, acudimos a la oficina a pedir información. El encargado nos imprimió un informe y un empleado del cementerio nos ayudó a ubicar la tumba mediante el número de propiedad (729, según el informe que nos dieron). Lo que no nos esperábamos era que la única manera de indentificar la tumba sería precisamente ese número de propiedad...


 


Clic en las imágenes para verlas en tamaño completo.

  ... puesto que no existe ninguna placa, letrero ni nada que indique que ese es el lugar de descanso de la escritora.

Yolanda dejó Costa Rica con la intención de desarraigarse completamente del país: "Deseo que nunca se me incluya en nada que tenga que ver con Costa Rica y que mi nombre no figure en ninguna lista de escritores ticos..." le escribió a García Monge en una carta de 1948. Si esa era su voluntad, no creo que la idea de traer sus restos a suelo nacional hubiera sido de su agrado, máxime si era para sepultarla no solo en lo profundo de la tierra, sino en lo más profundo aún del olvido. Dijo una vez Alfonso Chase que en este país "a uno vivo lo agarran a patadas y después de muerto le levantan una estatua". A Yolanda, aunque le han erigido un par de monumentos (UCR, Teatro Nacional), no le dieron el mínimo reconocimiento de una placa con su nombre.
 
Yolanda no se consideraba una escritora tica, pero bien que en las unviersidades la seguimos estudiando como parte de los cursos de literatura costarricense. Es fácilmente comprensible cuando una novela tan excepcional como La ruta de su evasión salió de su pluma. El caso es que me parece una injusticia atroz que la tumba de esta gran escritora esté sumida en tal anonimato.

Esta entrada tiene como finalidad promover una inciativa para pagarle a hacer a Yolanda una placa como ella se la merece. El problema es que el trabajo puede salir caro (creo que algo de verdad bonito podría rondar los cien mil colones) por lo que quisiera solicitar la ayuda de cualquiera que pase por aquí. Siento que el legado de Yolanda (una de las mejores novelas escritas por una tica (o un tico), la definitiva ruptura de la literatuca costarricense con el folklorismo, etc) es de gran importancia para todos los escritores nacionales, por lo que no estaría de más colaborar para hacer realidad el proyecto. Si alguien está interesado, me puede dejar un comentario aquí o escribirme a jppmorales@gmail.com para ponernos de acuerdo. No tengo ninguna intención de recibir dinero ni de dirigir el proyecto de alguna manera, por aquello.

La imagen de la tumba en México la tomé de A lo largo del corto camino, ECR, 1961 y las citas textuales de Relatos escogidos, ECR, 1977.

jueves, 7 de enero de 2010

...produce monstruos (cuento original)


En el gravado más famoso de Goya, aparece un tipo dormido rodeado de criaturas nocturnas. Abajo, una inscripción: El sueño de la razón produce monstruos.


Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente.

Cortázar, El Río.



Comenzó a soñar con ella cuando todavía estaba con K. Reprimía las sensaciones porque, hasta en sueños, sentía la urgencia de la fidelidad. Creía firmemente que con K. sería “hasta que la muerte nos separe”. Por eso, ni en sueños aceptaba otro cuerpo que no fuera el suyo.  Y es que si de algo estaba seguro era de que ese bulto que se apretaba contra él en la cama, aunque era definitivamente humano, no era K.

Nunca hubo imágenes. Comenzaba con una molestia mientras dormía. Un bulto le crecía en el costado izquierdo, contra las costillas. No oprimía, solo aplicaba una presión ligera, como para hacerse notar. La sensación crecía, como revelándose poco a poco, independizándose, hasta convertirse en la certeza de que un cuerpo extraño se acercaba todo lo posible, como buscando calor. Hasta entonces la conciencia no lo había recuperado del todo, pero la noción de que no estaba solo en la cama lo despabiló. Alguien se había acurrucado sobre su pecho y su brazo izquierdo rodeaba la espalda ajena. Sentía un leve olor a morado, a violeta, tal vez (nunca he olido una violeta, creo que él tampoco, pero el olor parecía morado). La primera vez se asustó y abrió los ojos de inmediato. A su izquierda no había nada más que la cobija hecha arrugas. Entonces lo había soñado. Se admiró: nunca había sentido olores en un sueño. Pensó que tal vez el olor de K. se habría quedado amarrado a la almohada y se habría colado en su inconsciencia. Consumió la cara entre la funda y en efecto el olor de K. estaba ahí, pero no era morado. Era verde muy claro, como los ojos de K. Se pasó la mano por la cara y miró a su alrededor. La luna dializaba a través de la ventana. El cuarto, como siempre, muy tele y ropero pero más biblioteca y computadora, discos, zapatos estacionados y guitarra muda bien cerca de la cama, como para dormir acompañado.

Se volvió a dormir. Unas noches después, todavía era novio de K., otra vez el bulto en el costado. Se dio cuenta desde el principio, cuando era solo una presión ingenua en las costillas. Curioso, la dejó terminar de gestarse. Se sintió como un feto gemelo en un útero de oscuridad (o en la oscuridad de un útero) que esperara a que su hermana se concretara. Percibió el olor morado, ahora tan fuerte que lo gustó también con la lengua. Quiso que se condensara, que se convirtiera en un algodón de azúcar morado para arrancarlo de un mordisco y sentirlo deshacerse en la lengua. Pero inhalaba el aire y tenía que exhalarlo indefectiblemente. Se le escapaba de la lengua por la nariz, convertido en esa respiración regular que le aseguraba que seguía dormido. Ahora, era otra vez ella entera, la de la otra noche, la nada corpórea que se le metía entre el pecho y el brazo. Apretó el abrazo y sintió como ella se estrujaba más contra él. Hundió un poco los dedos en su piel desnuda. Vio en un recuerdo los ojos de K. y abrió los suyos. Por un momento creyó sentir el olor morado, pero para cuando lo pensó ya se lo había ventilado la vigilia. Se sentó. K. no había ido ese día, por lo que ni siquiera se preocupó por resquicios fragantes en la ropa de cama. Se miró la mano izquierda y pensó con miedo que esa era la que la había tocado. Se levantó, no sin cierta culpabilidad exagerada por el enamoramiento, y fue al baño a lavarse la cara. Se acostó. Tocó con el dedo el mi de la guitarra y se dejó caer en las ondas concéntricas que abría el sonido en la noche.

La tercera vez fue pura mala suerte. Estaba decidido a pasar la noche en vela, llorando por K., que ya no le dejaría el olor en la almohada ni le grabaría el recuerdo de sus ojos con miradas cinceladas. Pero las lágrimas le inundaron el cráneo y la oscuridad del cuarto le cayó encima. Entonces otra vez presión en el costado, gestación asexuada y conciencia absoluta de un cuerpo a la par. No la deseó. El olor lo tentaba como una manzana morada pero la rabia y el despecho no daban cabida a sustituir a K. Todavía no. No estrechó el abrazo, pero se quedó ahí, con ella, sintiéndola existir, dejando que el brazo, la nariz y la lengua le fecundaran el cerebro. Pero el oído se unió a la emisión y fue mucho para él. No tuvo muy claro qué fue. Tal vez el roce de la piel sobre la cobija o el soplo caliente de un suspiro. No supo, pero oyó algo que ni él ni todo el traquear nocturno de su cuarto habían producido. Abrió los ojos. Movió el brazo, que permanecía arqueado, con la forma de ella, y solo abrazó la cobija. Se sentó y estuvo por asustarse de verdad, pero el vacío le volvió a crecer en el estómago cuando se acordó de K. Se dejó caer y terminó de desvelarse.

Pasaron los meses. Se fue olvidando de K. Nunca por completo, porque siempre le quedó en el cielo de la boca la idea de que no tenía que haber sido como fue. Pero así había sido y ya solo quedaba hacerse el tonto, seguir como si hubiera una razón para hacerlo, porque a la larga tal vez la razón aparecía, pero ojalá no fuera ni una K. ni una P. ni mucho menos una H. intercalada. Ojalá fueran alegrías que no necesitaran letras para ser, alegrías sin nombre, de esas que solo uno mismo ve frente a sí, que solo uno mismo siente, porque son de Uno. De Uno, y no de dos.

Una noche se acostó temprano. No tenía nada qué hacer en la mañana, pero había que reponer el sueño invertido en la semana. Otra vez como la primera vez, sintió el bulto en el costado pero no se percató de lo que pasaba hasta que era otra vez una hermana de oscuridad ocupando el espacio a su lado, en la cama. Consciente, pero sin abrir los ojos, recordó con nostalgia que la había conocido cuando aún estaba con K., pero no se dejó recaer en un dolor reciclado. K. ya no era nadie, era otro cadáver de los que se pudren en el poema de Alonso y que no sabía ni cómo estaba él ni qué había hecho. No sabía que por fin había tocado el Sueño en la floresta de Mangoré en el jardín norte de la UES, frente a la Facultad de Música y que habían sido él y su guitarra, nada más, sin ninguna K. viendo ni oyendo, sin ninguna K. pareciendo y no siendo.

Esperó el olor morado, y llegó el olor morado. Esperó el sabor morado y llegó el sabor morado. Esperó el sonido negro de la cobija o de lo que fuera y llegó el sonido negro de la cobija o de lo que fuera. Movió el brazo y sintió su espalda, tan suave, tan desnuda, tan de mujer y se acordó de las veces anteriores en que había dormido con ella. Nunca la había tocado más, no sabía cómo eran sus pechos (era una mujer, estaba seguro) o si tenía el pelo largo, primero porque K. y luego porque K. ya no, pero ahora K. ni sí ni no. Recordó que se había despertado siempre al abrir los ojos. Era un sueño al fin y al cabo, ¿qué importa un incesto de oscuridad, si es un incesto soñado? Se acordó del grabado más famoso de Goya, pero no se pudo acordar de la inscripción que acompañaba el dibujo.

Levantó el brazo y le metió la mano entre el pelo. Sintió las hebras como de nube y notó que el olor morado se intensificaba. Le salía del pelo. Pensó que de seguro tenía el pelo morado y quiso creer que al tocarle el resto del cuerpo deduciría también el color de su piel. Se estiró para prepararse y con la uña del dedo índice rozó las dos cuerdas más graves de la guitarra. La disonancia se le metió entre el pelo y le desinfló el sueño como si hubiera estallado una bomba. Abrió los ojos de súbito y notó que, como la primera vez, había luna. Pero no se atrevió a quitar la mirada del techo, porque en el costado sentía la misma presión, en la nariz y la lengua el mismo olor morado y en los oídos el mismo rumor del roce de la cobija de hacía unos segundos y porque de golpe se había acordado de la inscripción del grabado de Goya y aquello solo podía ser un monstruo que se había venido del sueño con él.


a K.P.V.A.