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viernes, 16 de septiembre de 2011

Warren Ulloa. Bajo la lluvia Dios no existe...

Como se verá en adelante, decir algo objetivo sobre Bajo la lluvia Dios no existe me resulta ciertamente complicado y no tanto porque Warren sea un compa ya de años ni porque su novela sea la primera (y única) que he leído inédita, sino porque el impacto que causó en mí su lectura no fue para menos.

El hecho es el siguiente: en mis años de colegial, la literatura no era precisamente una de mis aficiones. Podría decirse que los únicos libros que disfruté (creo que también los únicos que terminé) fueron Crónica de una muerte anunciada y El viejo y el mar. Nótese la ausencia de literatura costarricense en la dupla. ¿La razón? La literatura costarricense se me hacía terriblemente aburrida y plana, por no decir que gravemente ajena. Lo que yo podía percibir a mi alrededor como realidad nacional no se parecía en nada a lo que los textos de Magón, Gagini, García Monge, Lyra y Calufa pintaban como tal y, aunque con los años de estudio he reconocido el valor y la trascendencia de estos autores, no se le podía pedir tanto a un adolescente que en lo último que quería invertir tiempo era en la lectura.

Cuando las cosas cambiaron y empecé a leer, mi relación con la literatura costarricense siguió siendo distante, asumo que por ese desfase cultural que había experimentado con mis lecturas de juventud. Fue cuando conocí a Yolanda Oreamuno que el horizonte se expandió y caí en la cuenta de los diversos caminos que, a partir de ella y de escritores posteriores como Alfonso Chase y Carmen Naranjo, era posible seguir en la narrativa nacional. Sin embargo, algo seguía faltando; aún no había sentido que aquel mundo narrado fuera el mío, éste desde donde leo y vivo el día a día.

Bajo la lluvia Dios no existe es la primera obra literaria en que la sensación de pertenencia e identificación ha sido, para mí, absoluta. Principalmente, el logro es a nivel lingüístico. El habla coloquial costarricense de las más recientes generaciones no había sido retratado con tanta fidelidad, con todos sus giros, anglicismos, obscenidades, mezclas de formas de tratamiento y hasta imperfecciones sintácticas, antes de esta novela. Es tal el desenfado del lenguaje que es imposible no soltar la risa ante expresiones como “estoy sacando clavos con el culo” o “comé mucha mierda”, utilizadas en momentos tan precisos que la gracia no proviene de la presencia misma de la frase, sino del hecho de que es justo lo que uno hubiera dicho en un contexto como el planteado. Si bien hay quien pudiera decir que un habla tan autóctona dificultaría la lectura fuera de las fronteras nacionales, hay que tomar en cuenta que son muchos los años que tenemos leyendo a españoles, gringos y argentinos que no escatiman al recurrir a sus gilipollas, fucks y ches, sin que nadie les pida cuentas ni glosarios al respecto. Evidentemente hablamos de centros culturales canonizados desde siempre, pero esa no es razón para que costarrica no busque el reconocimiento de sus variantes lingüísticas.

El logro de la novela, más que transgredir la doble moral que caracteriza a la sociedad costarricense desde siempre (el cual es, de hecho, un gran logro), es obligar a quien lee a reconocer que ese es su mundo, sin eufemismos ni disimulos. Transgredir por el sólo hecho de hacerlo es simple, en realidad, pero la novela de Ulloa saca roncha por la sinceridad con que se desarrolla, por el innegable empuje humano que se percibe detrás de cada página, lo cual nos confirma que hay mucho más en nosotros mismos que aquello que estamos dispuestos a reconocer frente a los demás y frente a nosotros mismos. La libertad con que el sexo es abordado, llamando picha a la picha, panocha a la panocha y leche a la leche, como tanto se oye y se dice a diario, es un buen ejemplo de esa transparencia que, a pesar de su honestidad, no conviene a la mayoría puesto que vivimos bajo el axioma “hay un lugar y momento para todo”, como si por cambiar de situación cada quien dejara de ser quien es y la “adecuación” de conducta no fuera simplemente otra forma de la hipocresía, tan necesaria en una sociedad confesional, mojigata e intolerante como la costarricense.

Y hablando de costarrica, el retrato de la juventud de clase media-alta josefina es ciertamente fidedigno a la situación contemporánea. Tanto las costumbres (borracheras, mejengas, fiestas, masturbación, chat, drogas, sexo) que los jóvenes de hoy suelen practicar, como las subculturas (metaleros, hipsters, electrónicos, emos) con las que se identifican están presentes en el relato, con todas las particularidades que las diferencian y el hecho que las une a todas como expresión de una misma circunstancia: la búsqueda desesperada de los jóvenes por una identidad, a través de un medio que brinda muchas opciones que terminan siendo poco más que una forma de vestir y un género musical que oír.

Bernal y Mabe, dos jóvenes provenientes de familias disfuncionales que a punta de plata pretenden encausar la existencia de sus hijos, se abren paso a través de un mundo que les pone al alcance de la mano todo tipo de sedantes, desde drogas hasta ipods, pasando por la poesía y la comida chatarra, con los cuales aislarse del mundo y vivir la ilusión de la existencia hedonista y autosuficiente de la sociedad de consumo. Ellos viven el día a día, “la vida loca”, sentencia Mabe citando a Ricky Martin, como si no hubiera mañana porque, precisamente, ¿qué importa el mañana? ¿Para qué ocuparse de futuros cuando el único presente está, por un lado, solucionado con los recursos económicos inagotables que proveen mami o papi y, por otro, convulsionado por el vacío existencial generado en la misma familia? Porque los mayores no escapan a la evasión sistemática y crónica: don Lorenzo, padre de Bernal, sueña con ser parte de la Federación de Fútbol para viajar por el mundo y ojalá ocupar un puesto en la mismísima FIFA; doña Ofelia, madre de Mabe, se fue de cabeza en la religiosidad alternativa del new age; y para terminar de hacerla, Fabiola, madre de Bernal, y Agustín, padre de Mabe, se casan en un intento por rehacer sus vidas, aunque la de Agustín está ya tan envuelta en líos legales y crímenes que es difícilmente rescatable.

En medio de este caos identitario, donde la moral se diluye en un vórtice de motivaciones y circunstancias, aún es inevitable encariñarse con los personajes, quienes recorren un “paseo hacia el abismo”, como lo cataloga el propio Bernal, del cual quisiera uno olvidarse para añorar un final feliz, un desenlace que pusiera las cosas en su sitio y castigara a los malos y premiara a los buenos. Pero es que la realidad que la novela pone en evidencia no deja claro cuál es ese sitio donde deberían estar las cosas, mucho menos quiénes son los malos a castigar y los buenos a premiar. El descarnado contrasentido de la sociedad actual se manifiesta con toda su destructividad en el final del texto, un final horrendo, indeseable, inesperado incluso, un final ante el que uno se siente impotente, privado de toda posibilidad de encontrar justicia o siquiera piedad, y, para colmo, con la clara sensación de que en realidad no había mucho más que esperar desde un principio, cuando se anunció que las cosas no iban para otro lugar que el “abismo”. El lector, no por inconformidad estética, sino ética, no querrá que sea cierto. Pero lo será, porque costarrica vive bajo la lluvia y bajo la lluvia Dios (con mayúscula) no existe.

En un aspecto formal, la novela no es perfecta, ni mucho menos. Hay ciertos errores en la trama (como aquel famoso del Quijote en que a Sancho le roban el asno y un par de capítulos después aparece bien montado en él), problemas de redacción e inconsistencias sintácticas (de las que a veces es difícil saber hasta qué punto son errores o recursos), a lo cual no contribuye una edición francamente descuidada, en la que es normal encontrar palabras que se repiten (incluso hay una línea por ahí que se repite completa) y uno que otro dedazo; este problema en la edición no es exclusivo de Uruk, sino que hasta en una editorial estatal como es la EUNED los errores están a la orden del día. Definitivamente las editoriales tienen que poner más atención a estos detalles, que deberían ser fundamentales a la hora de publicar textos escritos.

Más allá de imperfecciones y posibles correcciones, Bajo la lluvia Dios no existe es una novela como la literatura costarricense la estaba pidiendo a gritos y no sólo por su construcción lingüística. Es una novela sincera, directa, sin miedo pero aterradora, que hurga en lo profundo de una conciencia nacional basada en la negación y el disimulo demostrando que, como dijo Milan Kundera, es mucha la mierda que circula bajo las calles, mientras arriba todo el mundo trata de olvidarse de que existe. Es una novela que jamás se contará entre las lecturas obligatorias del M.E.P. (Mantenimiento de Estupidez Popular), pero que bien serviría para que los jóvenes de un país como este, en el que el asesinato de una directora a manos de un estudiante ya no es un hecho inédito, reconocieran ese medio hostil que los espera en la calle, si no es que lo están viviendo ya en la (in)comodidad de sus hogares.

domingo, 31 de julio de 2011

Balas perdidas (cuento original)


Al final todo pasa tan rápido que cuesta acordarse del momento preciso, aunque ese instante en realidad nunca termina de pasar. Algunos detalles se pierden con el tiempo. Se olvidan las caras, la distribución de los impactos, las poses aberrantes del fusilado cuando cae. Pero el cimbronazo del fusil al detonar, el rojo espumoso de la sangre, la muerte que sale del gatillo para abrasar la carne del condenado… Eso se le impregna a uno en las manos, en los ojos, en los oídos. Y las cosas cimbran, y sangran. Cada portazo es un polvorazo del fusil, y cada botella es una herida abierta que llena el vaso de sangre y cada sombra es un cuerpo cayendo a tierra.

La tradición exige un rifle con balas de salva. Traen al reo amarrado. Le vendan los ojos. Lo privan de nuestras caras para que no se distraiga de la cara de la Muerte. Lo colocan frente al paredón. Parece tranquilo, parado frente a la pared, cargado con la culpa de haber caído en manos del bando contrario en una guerra que no entiende. Su cuerpo se enfrenta a cinco balas reales y una imaginaria. Cinco que lo matarán y una que nos permitirá restarle un peso a la conciencia.

El sargento toma posición. Levanta un brazo. Cuando lo baje con violencia, el estruendo será terrible y el hombre caerá a tierra a desangrarse. El sargento mantiene el brazo en alto en un segundo eterno durante el que me da tiempo de pensar en el juego que jugamos. Todos sentirán el cimbronazo, pero yo creeré que soy el que no disparó,  el piadoso hombre cuyo mérito depende del azar; yo jugaré a ser ese hombre, como juega el niño a la guerra con una espada de madera, como juegan los actores y los cantantes en las óperas, como jugamos todos en el gran teatro del mundo a que somos uno y somos muchos, como jugamos a ser el que nos mira de vuelta en el espejo, aunque no sepamos nada de ese mundo invertido desde donde nos mira.

El brazo del sargento resulta más bien una pluma mecida por el viento. Nosotros no disparamos. Nadie dispara. Al final todos son inocentes. Seis rifles disparan salvas, pero el reo igual cae baleado y la tierra lo recibe sedienta.

Los seis nos miramos. La tradición nos premia con la duda a través de la certeza de que sólo cinco rifles dispararon. Cualquiera puede ser el sexto, cuyo rifle no hizo más que sonar. Sin hablar (¿qué se puede decir, si cada uno se cree poseedor de una dicha negada a los demás?), abandonamos el cadáver. Más tarde alguien se lo llevará sin fijarse en los seis hoyos de bala que ninguno de nosotros vio ni provocó.

domingo, 10 de julio de 2011

Lo que dije el ocho, develando la placa de Y.O.


Este fue el discurso que me eché en el acto de develación de la placa de Yolanda Oreamuno, el ocho de julio de 2011, a 55 de su muerte. Ahí por si alguien quiere leerlo.


Soy un lector de Yolanda Oreamuno. Hace cinco o seis años vi al profesor Alfonso Chase hablando en la tele sobre una escritora costarricense. En esos tiempos yo era un aprendiz de lector que creía que la literatura costarricense sólo ofrecía campesinos ingenuos y demás muestras de un folclor que, por más que me esforzara, no podía relacionar con mi entorno, con lo que mi tiempo me había dado para llamarle Costa Rica. Hoy sigo siendo un aprendiz de lector, pero uno que sabe que la literatura nacional tiene para dar muchísimo más que lo que Magón, Aquileo y otros olímpicos nos pretendieron legar.

La admiración con la que el profesor Chase hablaba de la escritora despertó mi curiosidad, por lo que en cuanto pude pregunté en una comprayventa por sus textos. Encontré los Relatos Escogidos y me aseguraron que en unos días recibirían algunos ejemplares de su novela. En ese momento no había una sola reedición reciente de La ruta de su evasión. La que conseguí era una modesta de EDUCA, verde, con el retrato de Margarita Berthau en la portada. A la semana, tras concluir la lectura, yo tenía claro que iba a ser difícil encontrar una novela costarricense que superara a aquella. Hasta la fecha, no lo he logrado.

Con los años aprendí más sobre ella, sobre su obra y su vida. Me llené la cabeza de los miles de disparates que se cuentan sobre su vida, las mentiras, las anécdotas. Leí sus ensayos, la manera en que criticaba a su sociedad, a lo que el tiempo le dio para llamarle Costa Rica, que curiosamente, no se diferenciaba tanto de lo que me había dado a mí. Por supuesto, releí varias veces su novela y la admiración no hizo más que crecer. Ese sentimiento fue el que me trajo a este cementerio hace más de año y medio, con la intención de conocer su tumba. Ese sentimiento fue el que no me permitió dejarla como la encontré, sin una marca que indicara que ahí yacía ella, la que escribió La ruta de su evasión.

Hoy finalmente se lleva a cabo mi cometido, pero el rescate de Yolanda Oreamuno debe ir muchísimo más allá de ponerle una placa a su tumba. Lo que cuenta es que se lea su obra, que se discuta, que se analice y se critique, puesto que ese es su legado, lo que nunca morirá de ella. Sus restos yacen bajo tierra como lo harán los de cualquiera, pero lo que la diferencia es esa obra viva, hermosa, vigente y profunda que nos toca mantener con vida.

De Yolanda se dice mucho, pero no todo es pertinente. Hay que luchar en contra de su mito, del aura de misterio y morbo con que algunos la envuelven. Si era bonita o no, si tuvo las medidas de miss universo o si la secuestraron cuando era joven… son trivialidades que deberían languidecer ante la fuerza de sus textos y el enorme provecho que aún podemos sacar de ellos como país, como sociedad y como comunidad literaria.
Atentos observadores han descubierto rasgos negativos en sus páginas, como un sonado racismo que se ha señalado en varias ocasiones. Yo mismo podría acotar que en sus cartas se nota una innegable arrogancia, pero es que ¿quién ha dicho que Yolanda era perfecta? No hay que perder de vista que tratamos con un ser humano, no con una diosa, ni siquiera con un ángel, como decía su amiga Eunice. Un ser humano extraordinario, sí, pero propenso a equivocarse como cualquiera de nosotros.

Ante esta iniciativa surgieron ciertas críticas, sobre todo dirigidas a la familia de don Sergio Barahona. Se habló de que tuvieron a Yolanda en el olvido hasta que “alguien de afuera”, como me llamaron, alzó la voz para hacer algo. Yo me pregunto si esos críticos se sentirán tan lejanos de Yolanda como para no haber hecho nada por su cuenta en todos estos años y ejercer ahora el derecho a señalar culpas. A Yolanda nos la hemos apropiado sus lectores, los que nos jactamos ahora de decir que es una escritora “costarricense” y la incluimos en cursos de literatura nacional, soslayando que ella misma renegó de su nacionalidad. La responsabilidad por su abandono recae antes en nosotros, sus lectores, que en su familia directa.
El tema de la nacionalidad me llevó a considerar muchas veces seguir con este asunto. ¿Le hubiera gustado a Yolanda un homenaje como este, en tierras costarricenses? Es probable que no, pero es seguro que en Guatemala o en México, países que ella terminó amando, su reconocimiento nunca hubiera llegado. De una forma u otra, es aquí donde yacen sus restos, es aquí donde se reeditan sus obras y es aquí donde, como lo comprueba esta concurrencia, se le quiere y se le recuerda.

Los ticos, que presumimos de trabajadores, nos caracterizamos por mover un dedo únicamente cuando es estrictamente necesario, en una muestra de desapego y pereza sólo explicable remontándonos a los orígenes de la nación, cuya independencia llegó sobre una mula sin que nadie la pidiera ni mucho menos la deseara. Sin embargo, el hecho de encontrarnos hoy aquí, haciendo lo que estamos haciendo, da a entender que lo único que falta para que las cosas pasen es ponerse a hacerlas. Ni siquiera un golpe tan bajo como la negación de ayuda del Ministerio de Cultura consiguió evitar que lleváramos a buen término esta iniciativa que empecé sólo y que termino en compañía de todos ustedes. En particular, quisiera resaltar el apoyo incondicional de varias personas: Warren Ulloa, el primero que me escuchó despotricar respecto al abandono en que estaba la tumba y en ofrecerme su ayuda para difundir la idea de restaurarla; Evelyn Ugalde, quien desde que la conocí hasta el día de hoy siempre me preguntó cómo iban las cosas y se puso a mi completa disposición; Alexánder Obando, Gustavo Solórzano, Juan Murillo y Guillermo Barquero, amigos escritores a quienes contacté en primer lugar buscando apoyo, el cual me brindaron junto con ciertas observaciones y consejos; Dora Araya, Natasha Herrera e Irina Calvo, amigas que me contactaron interesadas en colaborar; Alfredo González, a quien me une la admiración desmedida por Yolanda, cuyo aporte para localizar a los dueños originales de la fosa fue determinante; Mónica List, quien me ayudó a llegar ante el ministro de cultura para exponerle la iniciativa, la cual ella abrazó como propia; Eugenio García, quien no dudó en apoyarme sinceramente; Dino Starcevic, quien impulsó la faceta final de la lucha con su arte gráfico tan oportuno y creativo; Sofi Vindas, del colectivo de historia del arte 8 y ½, que me dio espacio para narrar la aventura; Amanda Rodríguez y Kryssia Ortega, por sus oportunos espacios radiales que ayudaron a difundir la intención;  Lorna Chacón por conseguir, mediante el Museo Nacional y el CENAC, el respaldo técnico a esta actividad; y, muy especialmente,  Sergio y Ana Barahona, gracias a quienes hoy, luego de un año y medio de lucha, puedo decir que la tumba de Yolanda Oreamuno ya no se encuentra en el abandono.

viernes, 3 de junio de 2011

Cumpliendo con Yolanda


Y bueno, más de un año después de iniciado el alboroto respecto al abandono de la tumba de Yolanda Oreamuno, la cual carece de cualquier señalización que indique que ahí yace la escritora, por fin vemos venir el final del camino. Luego de muchas penurias (para leer una crónica al respecto, clic AQUÍ), finalmente la iniciativa para señalar adecuadamente el lugar de descanso de la gran figura de las letras nacionales está por concretarse.

El próximo 8 de julio (55 aniversario del fallecimiento de Yolanda), a eso de las diez de la mañana (hora exacta por confirmar), estaremos develando la placa en el Cementerio General de San José. Esperamos tener varias actividades y contar con la presencia de ciertas personalidades literarias y culturales del país. Próximamente estaré dando más información tanto a través de este blog como del grupo de Facebook Literofilia, el cual dirige el escritor Warren Ulloa (AQUÍ para entrar al grupo).

Muchas gracias a todos los que desde un principio se mostraron dispuestos a ayudarme, a los que dejaron un comentario en la entrada original, a los que eran desconocidos y terminaron siendo mis amigos gracias a la admiración compartida por Yolanda, en fin, a todos los que tuvieron que ver de alguna manera. Encontrémonos el 8 de julio en el cementerio con una flor blanca para llenar el lugar de flores

jueves, 17 de febrero de 2011

Novela prima I: Los perros no ladraron, Carmen Naranjo

Hay muchas formas de abordar a un autor. En la mayoría de los casos, simplemente se lee el primer libro suyo que cae en las manos, sin mayor consideración. En lo personal, suelo tener afición a, cuando es posible, comenzar por la primera novela publicada por la persona en cuestión. Esto me ocurre principalmente cuando lo que me interesa no es leer únicamente uno o varios libros, sino la obra completa. De hecho, luego no necesariamente sigo el orden de publicación de cada texto, pero sí me gusta comenzar por el mero principio. Otra particularidad es que no lo hago con los poemarios o los cuentarios, solo con las novelas. Uno sí es raro, hay que dejarse de varas.

Motivado por esta costumbre tan mía y, supongo, tan ajena también, me he propuesto escribir varias reseñas de debut novelísticos, conforme vayan cayendo en mis manos y pasando frente a mis ojos, con el título de "Novela prima". En esta ocasión, le toca el turno a una novelista nacional. 


Naranjo, Carmen. Los perros no ladraron. San José: ECR. 1966.

Y no es paja. 1966, primera edición. Había comprado esta novela hacía  mucho en la comprayventa El Lector, en Heredia, pero al tiempo me encontré en Expo 10 una edición con varios cientos de páginas más. Revisé y era la primera, así que ni lerdo ni perezoso la compré. La diferencia en  el follaje resulta de que esta versión del 66 trae márgenes anchos y letra más grande, lo cual de hecho no sólo facilita la lectura sino que la vuelve sumamente placentera.

La historia es sencilla: se trata de un día en la vida de un burócrata promedio, desde que despierta en la mañana y desayuna con su familia hasta que regresa en la noche tras su jornada laboral, durante la cual se enfrentará a toda clase de personajes como su jefe y sus compañeros de trabajo, una amante, la familia de un compañero accidentado, clientes insatisfechos y, por su puesto, su esposa y su hijo. Como bien apunta Julieta Pinto en un brevísimo comentario en la solapa del volumen, el tema es "igual al del Ulises de Joyce", aunque Naranjo no se centra en el monólogo interior y la lucha personal, sino en los roces con esa masa amorfa y casi siempre hostil que resultan ser "los otros". El protagnista se enfrenta a un mundo empresarial dispuesto a ponerlo en contra de los más elementales principios de humanidad, a lo cual él trata de resistirse, sólo para fracasar una y otra vez, con lo que comprende que la única forma de sobrevivir es pasando sobre todos los demás, devorando a los que pueda en el camino.

El retrato de la sociedad es cruento y muestra las facetas más repugnantes y, por tanto, mejor escondidas del mundo capitalista. La tiranía y la supresión de los débiles convierte la vida laboral en un laberinto del que la única salida es la resignación o la muerte, sin que esta última sea tomada en sentido únicamente metafórico.

En el aspecto formal, hay un rasgo que salta a la vista: con solo hojear la  novela se puede percibir que el texto se compone exclusivamente de diálogos. Conforme avanza la lectura se genera la sensación de estar escuchando una película. La ausencia de descripciones impide hacerse una idea precisa de la apariencia física tanto de los personajes como de los escenarios, con lo que se consigue crear un vacío en la mente del lector que a la vez se llena con lo que este encuentre a mano y permanece vacío, dejando siempre abierta la posibilidad del cambio. Este efecto no es gratuito, puesto que los personajes no solo están desprovistos de rostro y apariencia general definidas, sino que, salvo en muy pocos casos, carecen inclusive de nombre propio. Ambas carencias proveen al relato de una gran universalidad: lo ocurrido no le pasó a X o Y individuo, sino que puede ser la situación de cualquiera que viva en circunstancias similares.

Al finalizar la lectura es fácil olvidarse del enigmático capítulo inicial, en el que, siempre con uso exclusivo de diálogo, se presenta a dos interlocutores discutiendo. Uno no quiere acompañar al otro a una noche de póker con los amigos, pues tiene algo más importante que hacer: escribir. Para él, la realización de su novela es de vital importancia: "Estoy enfermo por dentro. Muy enfermo. Mi única curación es escribir una novela" (p. 14). Ante los señalamientos del jugador ("Para escribir una novela hay que vivir toda una vida, hay que tener una filosofía, hay que llenar muchas páginas" (p.13)), el escritor insiste en que no tiene ni siquiera idea de qué va a escribir, pero lo hará porque tiene que hacerlo. Al jugador no le queda más que desarle buena suerte. Este capítulo, anterior y ajeno al resto del texto, representa todo un manifiesto: no hace falta tanto haber vivido, poseer una filosofía o la seguridad de que se llenarán muchas páginas, lo único necesario es la voluntad e, incluso, la necesidad de escribir. Interesante manera de dar por iniciada la propia carrera novelística.

Historiográficamente hablando, la novela representa el ingreso definitivo de la literatura costarricense en el ámbito urbano, el cual había originado hacía casi veinte años Yolanda Oreamuno, con lo que su importancia está de por sí comprobada.

Cuando se habla de Carmen Naranjo se suele usar la palabra "experimentación" y esta novela es un buen ejemplo de ello. Sin duda alguna, tras su lectura crece la motivación de abordar su obra novelística completa.

sábado, 8 de enero de 2011

Mundo de Tinta, de Cornelia Funke




La advertencia de costumbre: quien tenga deseos de leer la trilogía Mundo de Tinta de Cornelia Funke (compuesta por Corazón de Tinta, Sangre de Tinta y Muerte de Tinta), y mantener los secretos de la trama intactos para el momento de la lectura, absténgase de leer esta reseña.

No sé por qué me ha dado por empezar todas las reseñas con una hablada de cómo encontré el libro en cuestión, pero en fin, aquí vamos; tal vez sea porque la mayoría de libros que me da por reseñar los encontré por casualidad. Como sea, allá por el 2006 me encontré en mi amodiada Librería Internacional un libro bastante interesante. Corazón de Tinta de Cornelia Funke. La contratapa, esa gran fuente de información a la vez que reveladora de secretos de la trama, me habló de una niña protagonista, bibliotecas fascinantes y, lo más importante, personajes con el don de traer a la vida a los personajes de los libros al leer en voz alta. La idea me fascinó de entrada, por lo que no dudé y lo compré. No sé si a los días o mucho después, compré la segunda parte, Sangre de Tinta, en la misma librería. Por lo que averigüé en Internet, se trataba de una trilogía aún por completar, pues la autora alemana estaba apenas preparando el tercer y último tomo.

La lectura de ambos títulos me produjo dos reacciones: fascinación por un lado, y ansias de leer la tercera parte, por el otro. Un par de años después me enteré de que la conclusión había salido al mercadoy, aunque la editorial Siruela, responsable de la versión al español de las dos primeras, la había editado a su vez, al parecer hubo un acuerdo con el Fondo de Cultura Económica para que la edición latinoamericana saliera en una especie de convenio entre ambas editoriales. El caso es que al ver que el libro no llegaba a las librerías nacionales, lo mandé a traer de México. Cuando por fin lo tuve en las manos, me percaté de que la historia permanecía muy poco en mi memoria, por lo que emprendí, el pasado diciembre, la relectura de los dos primeros tomos para rematar por fin la trilogía.

Ahora, tras la lectura completa y con un bachillerato en literatura a cuestas, la fascinación se ha multiplicado notablemente. La trilogía de Funke no es solo una excelente novela de aventuras, con una impresionante imaginativa y una trama emocionante y perfecta, sino una gran reflexión sobre el papel de la ficción en la existencia humana y, tal vez sin quererlo, un compendio de explicaciones sobre teoría literaria.

En la primera parte, Corazón de Tinta , asistimos a la presentación de los hechos: Meggie, personaje principal (al menos en esta primera novela, porque luego la cosa se complica al tratar de señalar un protagonista), es hija de un encuadernador (Mo) quien le ha transmitido su amor desbordado por la literatura. Viven en una granja apartada atestada de libros, entre los que ella ha vivido durante sus trece años de existencia. No obstante, su lugar de residencia ha cambiado en numerosas ocasiones y el paradero de su madre, según Mo, es desconocido. Una noche, un tipo aparece en medio de la lluvia. Su papá lo hace pasar y se encierra a hablar con él en su taller. Meggie los espía y, entre otras cosas desconcertantes, nota la extraña forma en que se llaman entre ellos: Mo llama al extraño Dedo Polvoriento, mientras este llama a Mo Lengua de Brujo. Conversan sobre un tal Capricornio, quien al parecer busca a Mo para pedirle algo. Dedo Polvoriento le pide que lo acompañen, pues él los puede llevar con Capricornio antes de que sus hombres los encuentren y los hagan ir por las malas.

La historia avanza y se crean nuevas interrogantes, como el paradero de la mamá de Meggie, de quien Mo solo dice que “se encuentra de viaje”. Además, Dedo Polvoriento siembra en Meggie una inquietud: ¿por qué su padre nunca le ha leído nada en voz alta? Cerca de la mitad del libro, asistimos a la explicación de los enigmas: diez años atrás, Mo regresó a casa con una caja de libros usados recién comprados. Entre ellos se encontraba una novela titulada Corazón de Tinta (el libro dentro del libro… más o menos) la cual, Mo y su esposa (Resa) decidieron leer juntos al calor del fuego. Meggie, de escasos tres años, jugaba con sus libros ilustrados. Durante la lectura, de pronto Mo vio, parados frente a él, a los tres personajes sobre los que acababa de leer en el libro: Basta, Dedo Polvoriento y Capricornio. En palabras del propio Mo “Mi voz los había arrancado del relato como si fueran marcapáginas que alguien ha olvidado entre las hojas”. Basta y Capricornio son los villanos del relato y salieron con todo y su hostilidad. Mo, a como puede, trata de explicarle a los tres lo que cree que acaba de pasar, pero se ve en problemas para sacarlos de su casa sin que lo lastimen o lastimen a Meggie y ¿Resa? No, Resa no está por ninguna parte. Tras recuperar la calma, Mo lo comprende: su voz sacó a los tres personajes y a cambio entraron al libro Resa y sus dos gatos, quienes estaban en su regazo mientras Mo leía. Dedo Polvoriento no está del lado de los demás, por lo que muestra sus respetos a Mo, pero acaba huyendo también en la noche. “Ha sucedido.- Se dice Mo.- ahora estás metido en medio de un relato, como siempre has deseado, y es espantoso”.

Con el tiempo, Capricornio se instaló en un pueblo y comenzó a reunir jóvenes callejeros para convertirlos en sus sirvientes. Así mismo, consigue un nuevo lector (por lector entiéndase alguien con las habilidades de Mo) para que traiga a “este” mundo a sus secuaces favoritos. Dado que el lector, Darius, es obligado siempre de forma cruel a leer, no puede evitar tartamudear, y los personajes que logra extraer traen alguna deformación, como la cara aplastada o una pierna coja. Inclusive, por accidente, sacó a Resa, en perfecto estado excepto por el hecho de que no puede hablar. Dada la situación, Capricornio desea encontrar a Mo para obligarlo a leerle pasajes en los que se mencionen grandes tesoros, para que estos vengan al mundo y le pertenezcan. A la vez, quiere recuperar el ejemplar de Corazón de Tinta que Mo conserva, pues quiere deshacerse de todos para que ya no haya manera de que nadie lo devuelva al mundo de que procede. Dedo Polvoriento, por el contrario, extraña su antigua vida y desea volver, por lo que tratará de evitar la destrucción de todos los ejemplares, mientras Mo lo hará pues cree que poseer uno es la única vía por la cual recuperar a Resa.

Capricornio los apresa, pues quiere a su servicio el don de Mo. Cuando logran escapar, buscan al autor de Corazón de Tinta, un viejo llamado Fenoglio, para ver si conserva algún ejemplar de su obra. Al encontrarlo, este les dice que tenía varios, pero le fueron sustraídos. Obra de Capricornio, por supuesto.

El enfrentamiento continúa y Meggie, quien es capaz de dar vida a las letras con su voz, tal como su padre, une fuerzas con Fenoglio para acabar con Capricornio.  Dado que  el anciano es el autor, puede producir nuevos textos sobre sus personajes y, con la voz de Meggie, encaminar sus destinos de la forma que le plazca. Él escribe y ella lee. En el enfrentamiento final, además de la derrota de los malos, ocurre algo inesperado: Fenoglio, tras la lectura de Meggie, desaparece sin dejar rastro. Ha terminado en el Mundo de Tinta (interior del libro), de donde ya no se sabe si podrá regresar.

La transición entre una novela y otra no resulta para nada forzado, por lo que se puede intuir que sí se pensó desde un inicio como una trilogía. Quedan muchos cabos abiertos: Dedo Polvoriento no consigue regresar, pero al final roba a Mo el único ejemplar que queda del libro que contiene su mundo. Así mismo, dos de los secuaces de Capricornio quedan con vida.

El segundo libro inicia con el hallazgo de Dedo Polvoriento de otro lector, llamado Orfeo, quien consigue introducirlo por fin de vuelta en su mundo. Sin embargo, Meggie no se queda con las ganas de conocer el Mundo de Tinta del que su madre le ha hablado tanto y lee para introducirse a sí misma en él. Ya dentro encuentra a Fenoglio, quien está cada vez más desconcertado: su mundo, el que él creó al escribir el libro, no sigue lo que él escribió sino que actúa por su propia cuenta. Personajes destinados a sobrevivir hasta el final de la historia fallecen, un déspota monarca se hace cada día con más poder y las cosas siempre terminan mal, a pesar de los intentos de Fenoglio y Meggie por enderezarlo todo a punta de letras y lectura. “A lo mejor la historia ha cambiado” afirma ella, “y ésta es una nueva y todo lo que dice el libro se ha convertido en una montaña de letras muertas”. Se pregunta el narrador, más adelante “¿Podía vivir ese mundo si su creador estaba muerto? ¿Por qué no? ¿Deja de existir un libro sólo porque haya muerto su autor?”. Estas cortas frases resultan una manera rápida y económica de explicar la noción de “la muerte del autor”, expuesta por Ronald Barthes en 1968. Lo curioso es que la separación no es únicamente entre el texto y su autor, sino también entre aquel y el libro que lo contiene, o sea, los signos físicos que lo forman.

Por si no quedó claro, cerca de la mitad del libro, al seguir saliéndosele todo de control a Fenoglio, el narrador ahonda en sus pensamientos: “A los mejor existía de verdad en alguna parte el diabólico narrador que seguía urdiendo su historia, imprimiéndole giros siempre nuevos, alevosos e imprevisibles”. Autor y texto, autor y narrador, se separan cada vez más, hasta que resulta casi imposible que el autor retome el control de sus propias palabras.

Por muchas circunstancias, Mo y Resa terminan también dentro del libro y con el primero ocurre algo interesante. Fenoglio, en parte para divertirse y en parte para darle a la gente de su mundo una salida de la opresión, escribe canciones para los juglares sobre un tal Arrendajo quien, al estilo de Robin Hood, roba a los ricos para darle a los pobres. Lo curioso es que como modelo para su personaje toma a Mo, y este, conforme pasa tiempo en el Mundo de Tinta, se va convirtiendo poco a poco en Arrendajo. Él nunca había blandido una espada, excepto para echar a Basta y a Capricornio de su casa y sin embargo ahora consigue hacerlo con relativa facilidad. De hecho llega a matar para defenderse, cosa de la que no se creía capaz. El tercer y último libro desarrolla esta oscilación del personaje entre Mo y Arrendajo, al punto de que en un momento empieza a dudar si realmente quiere regresar a su mundo, pues lo que lo ha rodeado durante meses se le hace tan real que ya no puede creer que se trate del contenido de un libro: “…y al ver cada rostro se preguntaba si realmente las líneas habían sido trazadas tan sólo por las palabra de Fenoglio o si en este mundo no había, pese a todo, un destino independiente del anciano”.

Este proceso sufrido por Mo es un claro caso de quijotización en primer grado. Fenoglio escribió canciones sobre él y poco a poco se va convirtiendo en el personaje que los demás lo llevaron a interpretar. No obstante el proceso se da de forma inversa: Alonso Quijano leyó mucho y decidió interpretar en su vida un papel libresco, a despecho de lo que dijeran o pensaran los demás, quienes de hecho insisten en recordarle su condición de simple hidalgo manchego. Mortimer Folchart (nombre completo de Mo), entra a un mundo libresco donde le está esperando un papel a interpretar, una vida donde los demás le exigirán que sus actos sean los de Arrendajo, a despecho de lo que él o sus seres queridos piensen. En las canciones de Arrendajo se habla de su inmortalidad; el Príncipe Negro le recuerda “Esto es la vida real, no las canciones”. Mortimer se pregunta, “La vida real, ¿qué es eso?”. Mo está hundido dos niveles por debajo de la realidad. Ya no es la misma persona. Su confusión recuerda al exánime “Yo ya no sé quién soy” de la segunda parte del Quijote.

Como se puede notar en estas líneas que apenas bosquejan una pequeña parte de la historia, el fuerte de la saga está en el desarrollo de sus personajes. Aunque, como es de esperarse en una novela de fantasía destinada a un público infantil (los tomos de Siruela señalan “12 años en adelante”), se da una clara división entre buenos y malos, los personajes no dejan de tener facetas que provocan cuestionamientos respecto a sus motivaciones, pertenezcan al bando que pertenezcan. Dedo Polvoriento es el mejor ejemplo de esta ambigüedad, al menos en los dos primeros libros. Él tiene un objetivo: regresar al Mundo de Tinta, por el cual llega incluso a cometer traición al entregar a Mortimer a Capricornio. Su motivación es perfectamente comprensible, hasta que nos enteramos de que Dedo Polvoriento sabe que Resa ha sido recuperada del libro y es cautiva en el castillo de Capricornio. A la vez, él no informa a Resa de que su familia está cerca, ¿es que acaso siente algo por ella? ¿Quiere mantenerla lejos de ellos y dejársela para sí? Es difícil asegurarlo, pero aún así no cuesta nada sentir rabia contra él en ciertas secciones del relato. Así mismo, la familia de Meggie no llega a estabilizarse por completo, pues ella no puede evitar sentirse celosa por esa extraña que de pronto llegó a ser, a demás de su madre, la esposa de su padre, a quien ella había tenido para sí  durante toda su vida.

Al final de la historia, Meggie y su familia permanecen en el Mundo de Tinta. Resa da a luz a un hijo, quien crece arraigado a esa realidad. Sin embargo, tanto Meggie como la tía Elinor le contarán de ese  otro mundo de máquinas voladoras, música enlatada y carruajes sin caballos, un mundo que considerará “emocionante, mucho más emocionante que el suyo”. Esta frase cierra la trilogía y uno no puede dejar de sentirse vacilado. No porque el final sea malo, sino porque venimos leyendo más de 1900 páginas sobre personas que, como nosotros lo hemos hecho incontables veces, han soñado con introducirse en el mundo de los libros para vivir las aventuras que han estado reservadas desde siempre a los héroes y heroínas de tinta y papel, y todo termina con alguien que, habiendo nacido en ese mundo, añora el nuestro. Esa es la última reflexión de Mundo de Tinta: la ficción siempre estará ahí, tentándonos con sus bellezas, sus horrores, sus aventuras y desventuras, porque nunca estaremos satisfechos con lo que tenemos. La labor de la ficción es llenar ese vacío, aunque sea parcialmente; si lo llenara del todo y pasara a ocupar el lugar de nuestra realidad, tal vez todo sería “espantoso”, como lo percibió Mo al tener delante a Basta y a Capricornio. Casi dos mil páginas de excelente literatura. No hay que perderle la pista a Funke, quizá, la mejor autora de fantasía contemporánea.

Nota adicional: hace un par de años se hizo una adaptación al cine de Corazón de Tinta, Inkheart en inglés. Recomiendo fuertemente NO ver la película, al menos sin leer el libro antes. Es una pesima adaptación y una pésima película.

jueves, 14 de octubre de 2010

Y me hice lector...



Nada especial, solo un recuento de mis primeras experiencias como lector, que escribí un día de estos por puras varas. Lo pongo más por activar el blog que por otra cosa. Estoy conciente de lo poco interesante que estas líneas pueden resultar para quien... no sea yo. En fin, quien sienta curiosidad por saber cómo un mae común y corriente (más común que corriente... y viceversa) se acercó a los libros, puede seguir. A quien no le interese, pues, ya le advertí.

***

Crónica de una muerte anunciada fue el primer libro que me sorprendió. Lo leí con unos quince años a cuestas. Había leído muy poco antes. En la escuela me tragué muchos libros, pero fue siempre una lectura desinteresada, de trámite, exactamente como tomarse una pastilla. Recuerdo haber disfrutado de Algunos niños, tres perros y más cosas y Un tiesto lleno de lápices, de Juan Farias, de los cuales no recuerdo nada, excepto que el segundo lo protagonizaba una familia cuyo hijo curioso había descompuesto el reloj de la sala, por lo que se habían acostumbrado a leerlo al revés. También leí La Tierra del Sol y la Luna y El Fuego de los pastores, de Concha López de Narvaez. La primera era una novela histórica sobre la lucha entre cristianos y musulmanes. En algún momento los moros quemaban una iglesia católica y un personaje, un moro, afirmaba desolado “No era de este modo, por Dios que no era de este modo”. Recuerdo una historia de amor entre una cristiana y un moro. O al revés, no sé. El fuego de los pastores era una historia con historias enmarcadas, como Las mil y una noches. Los pastores se reunían todos los días alrededor del fuego y contaban los cuentos que uno iba leyendo. Recuerdo uno, La noche de las ánimas, sobre un pastorcillo que no temía a los lobos pero sí a los fantasmas. Leí también El globo azul, sobre un chiquito vestido de azul que se inflaba y volaba por los aires, o algo parecido. Hubo otros muchos libros, pero de ninguno  guardo datos precisos. En quinto grado leí Verano de colores y Pantalones largos, de Lara Ríos. Fueron libros que me acompañaron durante toda la adolescencia. Se trataba de los diarios ficticios de Arturo Pol, un adolescente común y corriente (y ficticio) que contaba sus experiencias como colegial. Por alguna razón me encantaban esos libros. Los leí en cada período de vacaciones durante unos seis años. Luego añadí Pantalones cortos, el que en realidad era el primero de la saga.

En el colegio no leí casi nada. Leer era en realidad un castigo para mí en ese entonces. Lo interesante es que en la escuela no me era tan difícil aplicarme con la lectura, pero aún así no me gustaba mucho, sino como una asignación apenas un poco menos desagradable que las demás. Muchos años después, pero no frente al pelotón de fusilamiento, el profesor Alfonso Chase, en un curso de generales, preguntó en un cuestionario si la lectura nos gustaba o nos resultaba solo una imposición académica. Recuerdo que contesté que no era de mis pasatiempos, pero que me había gustado en la mayoría de ocasiones en que me la habían impuesto. Era cierto. En el colegio, como decía, leí sin pena El viejo y el mar, Una burbuja en el limbo, En una silla de ruedas y la ya mencionada Crónica de una muerte anunciada. La Odisea y El Quijote, se me hacían hazañas imposibles. Ni siquiera me preocupé mucho por consumirlas y me atuve a los resúmenes mediocres que nos suministró la profesora, los cuales bastaron para resolver los exámenes mediocres que nos aplicó el Ministerio de educación.

En clase de psicología nos mandaron a leer El alquimista, de Coelho. Me gustó mucho. Ahora, cuando he sido bombardeado por la negativa académica contra ese autor, no puedo evitar arrugar la cara ante su mención. Sin embargo, recuerdo que me gustó. Pasó lo mismo con El demonio y la señorita Prim, que leí por mi cuenta. Tendré que leerlos de nuevo para saber de qué lado estoy.

Impulsado por mi novia de entonces leí Un grito desesperado, de Carlos Cuahutémoc Sánchez. En aquel momento me pareció revelador, puesto que decía cosas que nunca había escuchado o leído en otro lado. Además, mi condición de individuo desinteresado por absolutamente todo se vio apoyada por frases como “Tener cultura es como poseer una colección de pinturas caras: es algo muy apreciado pero que no sirve para nada”. Me alegro de haberlo leído, porque si no, mi aborrecimiento sería completamente infundado.

Comenzando la universidad leí Pedro Páramo y La mujer habitada. El primero me resultó abrumador. Un no lector, o lector no, como era yo entonces, no podía encontrar sentido a semejante maraña de historias intercaladas. La mujer habitada sí me atrapó y me resultó una lectura intensa y agradable. No la he vuelto a leer, pero creo que me volvería a gustar mucho.

La próxima lectura que recuerdo fue Harry Potter. Fui a ver las dos primeras películas y decidí que no iba a esperar a la tercera para saber qué pasaba con la historia. Los leí en un absoluto caos: El prisionero de Azkabán, El cáliz de fuego, La cámara de los secretos, La orden del fénix, La piedra filosofal, El secreto del príncipe y Las reliquias de la muerte. Fue en un período extenso de tiempo, pero junto todos los libros en este párrafo por pura unidad temática.

Aún así, todavía no había comenzado a leer. La lectura se convirtió en parte de mi vida (a veces pienso si la vida no será parte de mi lectura, más bien) a los diecinueve años, cuando me di cuenta de que quería escribir. No sé muy bien cómo fue. Recuerdo estar jugando con unos legos y haber ideado unos personajes de los que no me pude deshacer nunca. Todavía andan aquí adentro, esperando a que los escriba. Pero tendrán que esperar a que lea y viva un poco más, porque me hace falta.

El asunto es que de alguna manera asocié ese súbito influjo creativo con la escritura, y un día un buen amigo me dijo “mae, para escribir bien tiene que leer mucho”. Fue como concebir el mundo de otra manera. Tenía que leer, leer, leer todo lo que pudiera. Fue otro de esos momentos que determinaron mi futuro como literato. De los momentos que me sacaron de una estancada carrera como informático y me llevaron donde tenía que estar.

Busqué todos los libros que tenía guardados desde el cole. Nunca encontré mi edición de En una silla de ruedas, pero di con El Quijote, la susodicha Crónica y algunos más. Fui comprando más y más libros. Hasta hoy no he parado. He leído mucho en estos años, pero aún así es poquísimo en comparación con lo que tengo. Hay cosas que uno se encuentra y no puede dejar pasar, porque algún día las tiene que leer, y en un país anticultural como este, es mejor aprovechar la primera oportunidad de hacerse con un libro, porque puede ser la única.

martes, 3 de agosto de 2010

Marcelo Figueras, La batalla del calentamiento.

















Muchas circunstancias pueden acercarlo a uno a un libro. No son pocas las ocaciones en que he terminado con una obra maestra entre las manos (y frente a los ojos) gracias a una oferta o liquidación de una librería. Hace unos meses pasé a Nueva Década a esculcar una caja que tenían con libros de Tusquets a mitad de precio. Me habían dicho que por ahí habían encontrado una novela de Daniel Sada que me interesa. Volví al revés la caja como cuatro veces y no di con el título esperado. Tras reputearme a mí mismo por haber pasado antes por ahí sin revisar la caja, decidí fijarme en el resto de las rebajas. Noté un libro grande y llamativo de Alfaguara: Marcelo Figueras. La batalla del calentamiento. 544 pp. Al igual que los de Tusquets, el libro costaba 5 rojos. Unos versos encabezaban el texto de la contratapa:
 
 "En la batalla del calentamiento
había que ver la carga del jinete.
¡Jinete, a la carga! Una mano..."

Inmediatamente recordé la canción que me hicieron memorizar en el kinder (un poco distinta a la citada, eso sí) y le apunté unos puntos al autor por la escongencia del título. Leí  el resto de la contratapa y me convencí. Los cinco rojos que traía dispuestos a gastar en Sada los gasté en Figueras.

La batalla del calentamiento es una novela convencional en su forma, que convina elementos de suspense, el cuento de hadas y el realismo mágico. Presenta elementos fantásticos como un lobo que habla en latín, un hombre extraordinariamente grande, una niña con poderes sobrenaturales (recuerda mucho al coronel Aureliano Buendía y a Clara del Valle, que son basicamente el mismo personaje solo que en novelas diferentes [y de distinto autor... :s]) y una mujer que aparenta creer en los duendes y las banshees, pero no asì en Dios ni en el valor de la ficción. A estos tres, cuya historia es el hilo narrativo fundamental, se suma una flota de personajes secundarios, cada uno más pintoresco que el anterior, entre los que se cuentan una señora que odia los niños, un regidor con doble personalidad, un abogado tímido y un empleado público disléxico.

La novela sigue a Teo, el gigante, y podría decirse el personaje principal, quien conoce casi accidentalmente a Pat, la de los duendes y banshees, y a su hija Miranda, la de los poderes. Una noche de sexo entre los dos primeros, quienes no pretendían otra cosa más que aprovecharse entre sí durante un rato, los une sentimentalmente, por lo que forman una familia improvisada con la pequeña Miranda. La narración desarrolla las personalidades y las historias de los tres, a la vez que ahonda en la amplia paleta de personajes secundarios y profundiza en la historia y las características de Santa Brígida, el pueblo donde transcurre la mayoría el relato. Este poblado cordillerano, supuestamente ubicado al sur de Argentina,  es escenario de todo tipo de acontecimientos, desde una guerra entre los pobladores originales y los hippies inmigrantes, hasta un festival anual, el sever (revés) donde toda norma se invierte y todo el mundo tiene derecho para ser lo que no es. El espacio se convierte en un personaje más, del que se cuentan hasta los motivos de su bautizo.

La prosa de Figueras es fluida y absorbente, sin grandes proesas lingüísticas, pero por ello dotada de una adecuada transparencia. Los diálogos son coloquiales, creíbles, frescos, perfectamente imaginables en una conversación. La descripción es rica pero no agobiante, de modo que se generan físicos y ambientes que toman forma inmediantemente en la imaginación. Estructuralmente, las retrospectivas que van revelando el pasado de los personajes están bien distribuidas, lo que consigue que el misterio se devele progresivmamente y mantenga el interés vivo hasta el final. Todo esto salpicado siempre por un fino humor.

Sin duda el punto fuerte de la novela es el desarrollo de personajes, que consigue que se gesten en el lector sentimientos (a veces encontrados) hacia cada uno de ellos. Las personalidades quedan sólidamente definidas y se perciben los choques entre ellas. Pat y Teo armonizan, pero ella, aunque lo acepta en su casa, se empeña en esconderle los filamentos más finos de su pasado, con la excusa de que lo hace para proteger a Miranda de su cruel y poderoso abuelo paterno. Aunque todo parece indicar que Teo es de confianza, Pat no cede en su reserva, y al irse complicando las cosas es el mismo gigante quien tiene que averiguar sobre los orígenes de la niña. Por su lado, el abogado Dirigibus, tímido hasta el alma, quien ha pretendido durante años a la señora Pachelbel, se ve de pronto inmiscuido en un triángulo amoroso que jamás hubiera sospechado. Eso por mencionar un par de casos.

Otra cumbre del texto es la efectiva manera en que combina la temática fundamentalmente fantástica con referencias a la dictadura argentina, las cuales pasan de aparecer ocasionalmente a ser uno de los pilares de la historia, de modo que la imaginación se funde con la más cruda realidad en las dosis adecuadas. El resultado es un universo independiente (la utilización de un pueblo imaginario se revela como utilísima) salpicado aquí y allá por la veracidad de nuestro mundo (este tipo de combinación me recuerda a El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro).

El ritmo de la narración es dinámico, aunque decae un poco en los capítulos dedicados al pasado del pueblo, que no logra ser tan interesante como su presente. Uno quisiera seguir leyendo en todo momento sobre los acontecimientos actuales y resiente un poco las retrospectivas, como la dedicada a las guerras hippies.

La trama principal se ramifica en otras historias, todas interesantes, hasta desembocar a un momento de alta tensión donde se esperan muchos acontecimientos... pero el narrador de pronto zanja todo con un par de líneas donde afirma que lo que uno tanto teme que ocurra, simplemente no lo hará y cierra la novela con un suceso un tanto cursi y predecible, que tal vez hubiera funcionado si todos los cabos se hubieran atado adecuadamente. El punto flaco es, por tanto, el final.

Una excelente novela, aunque su descenlace impidió que pasara a ocupar un lugar entre mis favoritas. Figueras parece un digno (tal vez demasiado digno) heredero del realismo mágico del boom, el cual combina ágilmente con la escuela universal de los cuentos tradicionales y con los relatos testimoniales. Lectura recomendada para todo tipo de lectores.

martes, 13 de julio de 2010

No todos los extremos son malos



Dicen que la basura de una persona puede ser el tesoro más grande para otra. Un autor como Stephen King, visible en las estanterías de toda librería popular, es usualmente relegado al plano de la subliteratura o literatura comercial, pues se ocupa de un género marginado como lo es el terror o suspenso. Nunca se escucha (me atrevería a decir que nunca se escuchará) que alguien analice una novela de King, mucho menos que le dedique una tesis. En fin, quiero decir que se le relega de la academia, de la "buena literatura". 

Lo único que había leído de King era "Uno para el camino", un predecible cuento incluído en Vampiras: antología de relatos de mujeres vampiro de El Club Diógenes, Valdelomar (2003), con lo que no podía hacerme la más remota idea de su calidad (o falta de ella) como escritor. Acabo de terminar su novela Montado en la bala y, aunque aún no tengo bases suficientes para dar un panorama de su calidad literaria, debo decir que el relato me sorprendió. Podría decirse que es una mala novela-de-terror, porque no presenta nada que no haya sido explotado hasta el cansancio en el género pero, sin etiquetarla, se puede considerar una buena historia, entretenida y que deja en el aire esa pregunta de "¿Qué hubiera hecho yo?", lo cual no es propio de un mal texto. Tiene un buen contenido humano y desarrolla adecuadamente los personajes, de modo que se entienden las motivaciones de sus acciones, aunque estas no siempre sean las más loables. No me esperaba este tipo de complejidad que, si bien no es profundísima, ahuyenta un poco la idea de estar leyendo un texto meramente comercial. En síntesis, es un buen texto para leerlo de una sola sentada (94 pp., letra grandecita), oyendo Black Sabbath y comiendo galletas de avena una noche lluviosa.

Ahora bien, ¿es provechoso leer este tipo de literatura que, sin ser de primera categoría, entretiene y deja recuerdos agradables tras su consumo? Cambio la pregunta, ¿tiene que ser la literatura provechosa para que valga la pena que sea leída?

En alguna ocasión un amigo me contó que se avergonzaba de sacar Harry Potter en el bus porque se sentía poco culto y conocedor leyendo eso. Creo que no es nada para avergonzarse. Cualquiera que tuviera el atrevimiento de decirle algo al respecto ("¿por qué lee esa mierda?", por ejemplo), además de estarse metiendo en lo que no le importa, se podría llevar una sorpresa si mi amigo le informara que lee todo tipo de literatura, desde García Márquez hasta George Orwell, Lope de Vega, Herman Hesse y, claro, J.K. Rowling. A decir verdad, son muchos los casos de personas que, en su cómoda posición de académicos (o incluso de expertos autodeclarados), se atreven a juzgar obras populares o comerciales sin tan siquiera haberlas leído. El título de "best seller", a como es atrayente para el lector promedio, resulta repugnante para los "entendidos", quienes no se detienen a pensar que el Quijote es de los libros mejor vendidos de la historia, así como también le andan cerca Cien años de soledad y otros títulos ampliamente reconocidos como "buena literatura".

Por otro lado, existen los libros pertenecientes a géneros marginados, como el terror, la fantasía, la ciencia ficción, la novela policial y hasta la mal llamada novela "romántica", que suelen contarse entre la literatura de consumo, hecha para que el vulgo se entretenga, y por tanto desterrada de la "crítica especializada". En una ocasión, un profesor me decía que a la literatura contemporánea no hay que pedirle profundidad, pues en una era donde la imagen se ha vuelto el centro de atención, lo que lleva a que sean la televisión, el cine y los videojuegos los titanes del momento en cuanto a entretenimiento, la literatura debe preocuparse de que el libro permanezca en manos del lector, sin importar el costo. No estoy del todo de acuerdo con esa afirmación, pues no creo que la solución sea siempre obedecer a la demanda, sino más bien lograr que la demanda sea otra, pero sí comparto la opinión de una profesora que me decía una vez, refiriéndose a Harry Potter y a Las crónicas de Narnia, que esos libros han logrado poner a leer a los niños y a los jóvenes, lo cual estaba casi perdido del todo.

Un amigo me comentaba hoy mismo que le iba a comprar a su hija el libro Caperucita en Manhattan, de Carmen Martín Gaite. Me interesé y le pregunté si la niña tenía el hábito de lectura. Respondió que sí y que actualmente se estaba leyendo la saga vampirosa de Stephanie Meyer. Por un instante estuve a punto de despotricar contra su paternidad irresponsable que permitía que su hija leyera semejante basura, pero recapacité y me acordé de mí mismo a los doce años cuando los libros, fueran de lo que fueran, eran tan ajenos a mí vida como los camellos de tres jorobas. El asunto me dejó pensando. A la larga y tiene razón mi profesora al resaltar el aspecto positivo de este tipo de novela, que logra enganchar a los niños y a los jóvenes, lo cual deja claro que no toda esperanza está perdida para la literatura; quedan representantes de las nuevas generaciones (muchos de ellos) que devoran miles de páginas atrapados por la magia de la lectura y que son potenciales consumidores de mejores propuestas. Todo está en que estos jóvenes descubran que hay mucho más por leer que lo que les ofrecen las librerías y la publicidad de Hollywood, tarea que nos toca a los que ya hemos andado un poco más de camino. Es muy fácil ensañarse contra Meyer y Rowling mientras se cruzan los brazos y no se hace nada por mejorar nuestra situación cultural, que requiere cuidados intensivos desde hace tiempo.

Al final, los extremos no son tan malos si se sabe jugar con ellos. Dijo Alexánder Obando (lo parafraseo) que él se siente atraído tanto por lo sublime como por la basura, preferencia que comparto pues, a como me encanta experimentar la lectura de un libro genial o la contemplación de una magnífica película, también me gusta relajar mi sentido estético de vez en cuando con violencia, fantasía, comedia o sensualidad poco justificadas.

lunes, 15 de febrero de 2010

Aurenthal y la literatura maravillosa en Costa Rica

Este texto lo mandé al Áncora, palanqueado por un profesor de la UNA que se ofreció a ayudarme a publicarlo, y fue rechazado por referirse a "un libro que salió hace ya tiempo"... en fin, a quien interese: 

La literatura infantil suele ser relegada de los grandes círculos académicos por la creencia de que los únicos que pueden sacarle provecho son los niños. Más aún, se la considera algo así como un juego, como si fueran mentes infantiles las que la produjeran, y no personas de gran capacidad y preparación, en ocasiones los mismos académicos. Pienso en nombres como Carlos Rubio o Lara Ríos, y si vamos al pasado, Carlos Luis Sáenz y Carmen Lyra son ejemplos de suficiente peso como para llamar la atención de cualquiera. No obstante, también los menores han sorprendido en más de una ocasión al hermético mundo adulto, como fue el caso de Irene Guzmán Ferreto, que ganó el Primer Premio Embajada de España de Narrativa Infantil en el 2008, con su excelente novela Castillo Fantasía, al contar tan solo dieciséis años.

Así mismo, la fantasía es de inmediato asociada con esta literatura llamada “infantil”, tal vez porque en la vida adulta ya no hay espacio para lo que Todorov llamó lo maravilloso, o sea, esos mundos cuyas leyes naturales son diferentes a las del nuestro, por lo que permiten acontecimientos que, a nosotros, los lectores, nos parecen maravillosos. Curiosamente, lo fantástico, pensemos en Borges o en Cortázar, sí llama la atención de la gente “madura”, probablemente porque la irrupción de un hecho inexplicable en un mundo calcado al real no le resulta tan chocante.

En Costa Rica algo se ha hablado de la literatura fantástica nacional, pero no así de la maravillosa. Será porque se la considera infantil o no, no me interesa. Lo que me interesa es que hay una novela que, si bien tuvo su reconocimiento al ser publicada, con el tiempo ha ido cayendo en el olvido hasta convertirse en un objeto de colección para los bibliófilos que recorremos incansables las compraventas del país.

Luis Ricardo Rodríguez nació en San José en 1966. A los veinticinco años, un año después de egresar de la Facultad de Derecho de la UCR, publicó Aurenthal, una novela sobre dos niños que deben enfrentarse a la catástrofe ocasionada por un escritor frustrado que, en su afán por el éxito editorial, escribe una historia mediante fragmentos textuales extraídos de obras famosas. Las consecuencias: al extraer una cita y agregarla al nuevo texto, por un desequilibrio entre el tiempo literario y el real, la obra completa de un autor al azar desaparece de la historia y la memoria humanas.

Como lo hizo Michael Ende en La historia interminable doce años antes y como lo haría Cornelia Funke en la saga Mundo de tinta trece después, Rodríguez nos presenta una novela sobre novelas, o mejor dicho, sobre literatura. El mismo señor Howell, abuelo de uno de los protagonistas, lo sentencia casi al final del texto: “muchos libros tratan sobre historias y relatos. Pero si esta se escribiera alguna vez, sería lo contrario: un relato sobre libros”. Así, la obra se incluye en una tradición remontable hasta el mismísimo Quijote, la cual indaga en el propio terreno de la creación literaria. En la historia de Edgar Ardoni, el escritor frustrado que recurre a las obras consagradas para escribir la propia, se aprecia la experiencia de cualquier autor, quien en realidad recrea otros textos que ha leído en los que escribe. Es lo mismo que los niños, Steven y Gabriel, deben hacer para remediar el problema ocasionado por Ardoni: recurrir a todo su bagaje literario para escribir un nuevo texto.

La estructura de la novela muestra un proceso que, si bien no es único, no deja de sorprender y de resultar complejo. Tras el primer tercio de la novela, cuando los niños se disponen a continuar la historia que Ardoni dejó inconclusa, la obra comienza a alternar entre el relato de lo que hacen los niños y el que ellos mismos están escribiendo, de modo que el texto se vuelve dual y el lector asiste a la confluencia de ambas partes. Sin que la narración se vea truncada, los dos relatos se van desarrollando de modo que la lectura nunca pierde interés, y el lector se ve tan motivado a seguir la historia de los dos jóvenes como la de los héroes que ellos mismos están creando. Esta dualidad recuerda a la de La Historia Interminable, ya citada, donde Ende consigue el mismo efecto al mostrar tanto la historia de Bastián como la que Bastián lee.

La novela no solo resulta interesante de principio a fin, sino que, con el paso de las páginas, se convierte en un gran tributo a la lectura y a los libros, así como a la misma creación literaria. La frecuente mención de obras famosas de la literatura universal activa la curiosidad del lector, quien probablemente las buscará motivado por los personajes quienes, solapadamente, las recomiendan. Así, la obra termina siendo el inicio de una cadena literaria que se expandirá con cada nueva lectura. Y bien que la promoción de la lectura conviene mucho a una juventud como la nuestra, cada vez más alejada de este acto tan placentero y enriquecedor.

El complejo relato, que a pesar de serlo no llega a abrumar al lector de ninguna manera, evita la sobreestimación del lector infantil al que supuestamente se dirige la obra, lo que suma la ventaja de que así será atractiva para un público de cualquier edad. Las reflexiones sobre el equilibrio necesario entre el tiempo literario y el real son interesantes desde el punto de vista de la teoría literaria, así como las nociones de autor y narrador que el texto propone. Ya en un plano ético, la misión del escritor como un recreador de la realidad y un buscador de mundos posibles está también presente.

La literatura maravillosa infantil y juvenil, término que no acuño como definitivo ni mucho menos, es poco tomada en cuenta en nuestro medio y en cualquier otro, pero obras como Aurenthal llaman irresistiblemente la atención. Ojalá estas líneas sirvan para, además de crear interés por la novela, que su autor o su editorial nos den el gusto de una nueva edición, así como el de la publicación de su novela inédita. 

Aquí, otra reseña del libro, desde otra óptica, para la variedad de criterios:
http://heredia-costarica.zonalibre.org/archives/2009/09/luis-ricardo-rodriguez-vargas.html

Citas de Rodríguez, Luis Ricardo. Aurenthal. San José: Norma. 1991.