domingo, 31 de julio de 2011

Balas perdidas (cuento original)


Al final todo pasa tan rápido que cuesta acordarse del momento preciso, aunque ese instante en realidad nunca termina de pasar. Algunos detalles se pierden con el tiempo. Se olvidan las caras, la distribución de los impactos, las poses aberrantes del fusilado cuando cae. Pero el cimbronazo del fusil al detonar, el rojo espumoso de la sangre, la muerte que sale del gatillo para abrasar la carne del condenado… Eso se le impregna a uno en las manos, en los ojos, en los oídos. Y las cosas cimbran, y sangran. Cada portazo es un polvorazo del fusil, y cada botella es una herida abierta que llena el vaso de sangre y cada sombra es un cuerpo cayendo a tierra.

La tradición exige un rifle con balas de salva. Traen al reo amarrado. Le vendan los ojos. Lo privan de nuestras caras para que no se distraiga de la cara de la Muerte. Lo colocan frente al paredón. Parece tranquilo, parado frente a la pared, cargado con la culpa de haber caído en manos del bando contrario en una guerra que no entiende. Su cuerpo se enfrenta a cinco balas reales y una imaginaria. Cinco que lo matarán y una que nos permitirá restarle un peso a la conciencia.

El sargento toma posición. Levanta un brazo. Cuando lo baje con violencia, el estruendo será terrible y el hombre caerá a tierra a desangrarse. El sargento mantiene el brazo en alto en un segundo eterno durante el que me da tiempo de pensar en el juego que jugamos. Todos sentirán el cimbronazo, pero yo creeré que soy el que no disparó,  el piadoso hombre cuyo mérito depende del azar; yo jugaré a ser ese hombre, como juega el niño a la guerra con una espada de madera, como juegan los actores y los cantantes en las óperas, como jugamos todos en el gran teatro del mundo a que somos uno y somos muchos, como jugamos a ser el que nos mira de vuelta en el espejo, aunque no sepamos nada de ese mundo invertido desde donde nos mira.

El brazo del sargento resulta más bien una pluma mecida por el viento. Nosotros no disparamos. Nadie dispara. Al final todos son inocentes. Seis rifles disparan salvas, pero el reo igual cae baleado y la tierra lo recibe sedienta.

Los seis nos miramos. La tradición nos premia con la duda a través de la certeza de que sólo cinco rifles dispararon. Cualquiera puede ser el sexto, cuyo rifle no hizo más que sonar. Sin hablar (¿qué se puede decir, si cada uno se cree poseedor de una dicha negada a los demás?), abandonamos el cadáver. Más tarde alguien se lo llevará sin fijarse en los seis hoyos de bala que ninguno de nosotros vio ni provocó.

domingo, 10 de julio de 2011

Lo que dije el ocho, develando la placa de Y.O.


Este fue el discurso que me eché en el acto de develación de la placa de Yolanda Oreamuno, el ocho de julio de 2011, a 55 de su muerte. Ahí por si alguien quiere leerlo.


Soy un lector de Yolanda Oreamuno. Hace cinco o seis años vi al profesor Alfonso Chase hablando en la tele sobre una escritora costarricense. En esos tiempos yo era un aprendiz de lector que creía que la literatura costarricense sólo ofrecía campesinos ingenuos y demás muestras de un folclor que, por más que me esforzara, no podía relacionar con mi entorno, con lo que mi tiempo me había dado para llamarle Costa Rica. Hoy sigo siendo un aprendiz de lector, pero uno que sabe que la literatura nacional tiene para dar muchísimo más que lo que Magón, Aquileo y otros olímpicos nos pretendieron legar.

La admiración con la que el profesor Chase hablaba de la escritora despertó mi curiosidad, por lo que en cuanto pude pregunté en una comprayventa por sus textos. Encontré los Relatos Escogidos y me aseguraron que en unos días recibirían algunos ejemplares de su novela. En ese momento no había una sola reedición reciente de La ruta de su evasión. La que conseguí era una modesta de EDUCA, verde, con el retrato de Margarita Berthau en la portada. A la semana, tras concluir la lectura, yo tenía claro que iba a ser difícil encontrar una novela costarricense que superara a aquella. Hasta la fecha, no lo he logrado.

Con los años aprendí más sobre ella, sobre su obra y su vida. Me llené la cabeza de los miles de disparates que se cuentan sobre su vida, las mentiras, las anécdotas. Leí sus ensayos, la manera en que criticaba a su sociedad, a lo que el tiempo le dio para llamarle Costa Rica, que curiosamente, no se diferenciaba tanto de lo que me había dado a mí. Por supuesto, releí varias veces su novela y la admiración no hizo más que crecer. Ese sentimiento fue el que me trajo a este cementerio hace más de año y medio, con la intención de conocer su tumba. Ese sentimiento fue el que no me permitió dejarla como la encontré, sin una marca que indicara que ahí yacía ella, la que escribió La ruta de su evasión.

Hoy finalmente se lleva a cabo mi cometido, pero el rescate de Yolanda Oreamuno debe ir muchísimo más allá de ponerle una placa a su tumba. Lo que cuenta es que se lea su obra, que se discuta, que se analice y se critique, puesto que ese es su legado, lo que nunca morirá de ella. Sus restos yacen bajo tierra como lo harán los de cualquiera, pero lo que la diferencia es esa obra viva, hermosa, vigente y profunda que nos toca mantener con vida.

De Yolanda se dice mucho, pero no todo es pertinente. Hay que luchar en contra de su mito, del aura de misterio y morbo con que algunos la envuelven. Si era bonita o no, si tuvo las medidas de miss universo o si la secuestraron cuando era joven… son trivialidades que deberían languidecer ante la fuerza de sus textos y el enorme provecho que aún podemos sacar de ellos como país, como sociedad y como comunidad literaria.
Atentos observadores han descubierto rasgos negativos en sus páginas, como un sonado racismo que se ha señalado en varias ocasiones. Yo mismo podría acotar que en sus cartas se nota una innegable arrogancia, pero es que ¿quién ha dicho que Yolanda era perfecta? No hay que perder de vista que tratamos con un ser humano, no con una diosa, ni siquiera con un ángel, como decía su amiga Eunice. Un ser humano extraordinario, sí, pero propenso a equivocarse como cualquiera de nosotros.

Ante esta iniciativa surgieron ciertas críticas, sobre todo dirigidas a la familia de don Sergio Barahona. Se habló de que tuvieron a Yolanda en el olvido hasta que “alguien de afuera”, como me llamaron, alzó la voz para hacer algo. Yo me pregunto si esos críticos se sentirán tan lejanos de Yolanda como para no haber hecho nada por su cuenta en todos estos años y ejercer ahora el derecho a señalar culpas. A Yolanda nos la hemos apropiado sus lectores, los que nos jactamos ahora de decir que es una escritora “costarricense” y la incluimos en cursos de literatura nacional, soslayando que ella misma renegó de su nacionalidad. La responsabilidad por su abandono recae antes en nosotros, sus lectores, que en su familia directa.
El tema de la nacionalidad me llevó a considerar muchas veces seguir con este asunto. ¿Le hubiera gustado a Yolanda un homenaje como este, en tierras costarricenses? Es probable que no, pero es seguro que en Guatemala o en México, países que ella terminó amando, su reconocimiento nunca hubiera llegado. De una forma u otra, es aquí donde yacen sus restos, es aquí donde se reeditan sus obras y es aquí donde, como lo comprueba esta concurrencia, se le quiere y se le recuerda.

Los ticos, que presumimos de trabajadores, nos caracterizamos por mover un dedo únicamente cuando es estrictamente necesario, en una muestra de desapego y pereza sólo explicable remontándonos a los orígenes de la nación, cuya independencia llegó sobre una mula sin que nadie la pidiera ni mucho menos la deseara. Sin embargo, el hecho de encontrarnos hoy aquí, haciendo lo que estamos haciendo, da a entender que lo único que falta para que las cosas pasen es ponerse a hacerlas. Ni siquiera un golpe tan bajo como la negación de ayuda del Ministerio de Cultura consiguió evitar que lleváramos a buen término esta iniciativa que empecé sólo y que termino en compañía de todos ustedes. En particular, quisiera resaltar el apoyo incondicional de varias personas: Warren Ulloa, el primero que me escuchó despotricar respecto al abandono en que estaba la tumba y en ofrecerme su ayuda para difundir la idea de restaurarla; Evelyn Ugalde, quien desde que la conocí hasta el día de hoy siempre me preguntó cómo iban las cosas y se puso a mi completa disposición; Alexánder Obando, Gustavo Solórzano, Juan Murillo y Guillermo Barquero, amigos escritores a quienes contacté en primer lugar buscando apoyo, el cual me brindaron junto con ciertas observaciones y consejos; Dora Araya, Natasha Herrera e Irina Calvo, amigas que me contactaron interesadas en colaborar; Alfredo González, a quien me une la admiración desmedida por Yolanda, cuyo aporte para localizar a los dueños originales de la fosa fue determinante; Mónica List, quien me ayudó a llegar ante el ministro de cultura para exponerle la iniciativa, la cual ella abrazó como propia; Eugenio García, quien no dudó en apoyarme sinceramente; Dino Starcevic, quien impulsó la faceta final de la lucha con su arte gráfico tan oportuno y creativo; Sofi Vindas, del colectivo de historia del arte 8 y ½, que me dio espacio para narrar la aventura; Amanda Rodríguez y Kryssia Ortega, por sus oportunos espacios radiales que ayudaron a difundir la intención;  Lorna Chacón por conseguir, mediante el Museo Nacional y el CENAC, el respaldo técnico a esta actividad; y, muy especialmente,  Sergio y Ana Barahona, gracias a quienes hoy, luego de un año y medio de lucha, puedo decir que la tumba de Yolanda Oreamuno ya no se encuentra en el abandono.

viernes, 3 de junio de 2011

Cumpliendo con Yolanda


Y bueno, más de un año después de iniciado el alboroto respecto al abandono de la tumba de Yolanda Oreamuno, la cual carece de cualquier señalización que indique que ahí yace la escritora, por fin vemos venir el final del camino. Luego de muchas penurias (para leer una crónica al respecto, clic AQUÍ), finalmente la iniciativa para señalar adecuadamente el lugar de descanso de la gran figura de las letras nacionales está por concretarse.

El próximo 8 de julio (55 aniversario del fallecimiento de Yolanda), a eso de las diez de la mañana (hora exacta por confirmar), estaremos develando la placa en el Cementerio General de San José. Esperamos tener varias actividades y contar con la presencia de ciertas personalidades literarias y culturales del país. Próximamente estaré dando más información tanto a través de este blog como del grupo de Facebook Literofilia, el cual dirige el escritor Warren Ulloa (AQUÍ para entrar al grupo).

Muchas gracias a todos los que desde un principio se mostraron dispuestos a ayudarme, a los que dejaron un comentario en la entrada original, a los que eran desconocidos y terminaron siendo mis amigos gracias a la admiración compartida por Yolanda, en fin, a todos los que tuvieron que ver de alguna manera. Encontrémonos el 8 de julio en el cementerio con una flor blanca para llenar el lugar de flores

jueves, 17 de febrero de 2011

Novela prima I: Los perros no ladraron, Carmen Naranjo

Hay muchas formas de abordar a un autor. En la mayoría de los casos, simplemente se lee el primer libro suyo que cae en las manos, sin mayor consideración. En lo personal, suelo tener afición a, cuando es posible, comenzar por la primera novela publicada por la persona en cuestión. Esto me ocurre principalmente cuando lo que me interesa no es leer únicamente uno o varios libros, sino la obra completa. De hecho, luego no necesariamente sigo el orden de publicación de cada texto, pero sí me gusta comenzar por el mero principio. Otra particularidad es que no lo hago con los poemarios o los cuentarios, solo con las novelas. Uno sí es raro, hay que dejarse de varas.

Motivado por esta costumbre tan mía y, supongo, tan ajena también, me he propuesto escribir varias reseñas de debut novelísticos, conforme vayan cayendo en mis manos y pasando frente a mis ojos, con el título de "Novela prima". En esta ocasión, le toca el turno a una novelista nacional. 


Naranjo, Carmen. Los perros no ladraron. San José: ECR. 1966.

Y no es paja. 1966, primera edición. Había comprado esta novela hacía  mucho en la comprayventa El Lector, en Heredia, pero al tiempo me encontré en Expo 10 una edición con varios cientos de páginas más. Revisé y era la primera, así que ni lerdo ni perezoso la compré. La diferencia en  el follaje resulta de que esta versión del 66 trae márgenes anchos y letra más grande, lo cual de hecho no sólo facilita la lectura sino que la vuelve sumamente placentera.

La historia es sencilla: se trata de un día en la vida de un burócrata promedio, desde que despierta en la mañana y desayuna con su familia hasta que regresa en la noche tras su jornada laboral, durante la cual se enfrentará a toda clase de personajes como su jefe y sus compañeros de trabajo, una amante, la familia de un compañero accidentado, clientes insatisfechos y, por su puesto, su esposa y su hijo. Como bien apunta Julieta Pinto en un brevísimo comentario en la solapa del volumen, el tema es "igual al del Ulises de Joyce", aunque Naranjo no se centra en el monólogo interior y la lucha personal, sino en los roces con esa masa amorfa y casi siempre hostil que resultan ser "los otros". El protagnista se enfrenta a un mundo empresarial dispuesto a ponerlo en contra de los más elementales principios de humanidad, a lo cual él trata de resistirse, sólo para fracasar una y otra vez, con lo que comprende que la única forma de sobrevivir es pasando sobre todos los demás, devorando a los que pueda en el camino.

El retrato de la sociedad es cruento y muestra las facetas más repugnantes y, por tanto, mejor escondidas del mundo capitalista. La tiranía y la supresión de los débiles convierte la vida laboral en un laberinto del que la única salida es la resignación o la muerte, sin que esta última sea tomada en sentido únicamente metafórico.

En el aspecto formal, hay un rasgo que salta a la vista: con solo hojear la  novela se puede percibir que el texto se compone exclusivamente de diálogos. Conforme avanza la lectura se genera la sensación de estar escuchando una película. La ausencia de descripciones impide hacerse una idea precisa de la apariencia física tanto de los personajes como de los escenarios, con lo que se consigue crear un vacío en la mente del lector que a la vez se llena con lo que este encuentre a mano y permanece vacío, dejando siempre abierta la posibilidad del cambio. Este efecto no es gratuito, puesto que los personajes no solo están desprovistos de rostro y apariencia general definidas, sino que, salvo en muy pocos casos, carecen inclusive de nombre propio. Ambas carencias proveen al relato de una gran universalidad: lo ocurrido no le pasó a X o Y individuo, sino que puede ser la situación de cualquiera que viva en circunstancias similares.

Al finalizar la lectura es fácil olvidarse del enigmático capítulo inicial, en el que, siempre con uso exclusivo de diálogo, se presenta a dos interlocutores discutiendo. Uno no quiere acompañar al otro a una noche de póker con los amigos, pues tiene algo más importante que hacer: escribir. Para él, la realización de su novela es de vital importancia: "Estoy enfermo por dentro. Muy enfermo. Mi única curación es escribir una novela" (p. 14). Ante los señalamientos del jugador ("Para escribir una novela hay que vivir toda una vida, hay que tener una filosofía, hay que llenar muchas páginas" (p.13)), el escritor insiste en que no tiene ni siquiera idea de qué va a escribir, pero lo hará porque tiene que hacerlo. Al jugador no le queda más que desarle buena suerte. Este capítulo, anterior y ajeno al resto del texto, representa todo un manifiesto: no hace falta tanto haber vivido, poseer una filosofía o la seguridad de que se llenarán muchas páginas, lo único necesario es la voluntad e, incluso, la necesidad de escribir. Interesante manera de dar por iniciada la propia carrera novelística.

Historiográficamente hablando, la novela representa el ingreso definitivo de la literatura costarricense en el ámbito urbano, el cual había originado hacía casi veinte años Yolanda Oreamuno, con lo que su importancia está de por sí comprobada.

Cuando se habla de Carmen Naranjo se suele usar la palabra "experimentación" y esta novela es un buen ejemplo de ello. Sin duda alguna, tras su lectura crece la motivación de abordar su obra novelística completa.

sábado, 8 de enero de 2011

Mundo de Tinta, de Cornelia Funke




La advertencia de costumbre: quien tenga deseos de leer la trilogía Mundo de Tinta de Cornelia Funke (compuesta por Corazón de Tinta, Sangre de Tinta y Muerte de Tinta), y mantener los secretos de la trama intactos para el momento de la lectura, absténgase de leer esta reseña.

No sé por qué me ha dado por empezar todas las reseñas con una hablada de cómo encontré el libro en cuestión, pero en fin, aquí vamos; tal vez sea porque la mayoría de libros que me da por reseñar los encontré por casualidad. Como sea, allá por el 2006 me encontré en mi amodiada Librería Internacional un libro bastante interesante. Corazón de Tinta de Cornelia Funke. La contratapa, esa gran fuente de información a la vez que reveladora de secretos de la trama, me habló de una niña protagonista, bibliotecas fascinantes y, lo más importante, personajes con el don de traer a la vida a los personajes de los libros al leer en voz alta. La idea me fascinó de entrada, por lo que no dudé y lo compré. No sé si a los días o mucho después, compré la segunda parte, Sangre de Tinta, en la misma librería. Por lo que averigüé en Internet, se trataba de una trilogía aún por completar, pues la autora alemana estaba apenas preparando el tercer y último tomo.

La lectura de ambos títulos me produjo dos reacciones: fascinación por un lado, y ansias de leer la tercera parte, por el otro. Un par de años después me enteré de que la conclusión había salido al mercadoy, aunque la editorial Siruela, responsable de la versión al español de las dos primeras, la había editado a su vez, al parecer hubo un acuerdo con el Fondo de Cultura Económica para que la edición latinoamericana saliera en una especie de convenio entre ambas editoriales. El caso es que al ver que el libro no llegaba a las librerías nacionales, lo mandé a traer de México. Cuando por fin lo tuve en las manos, me percaté de que la historia permanecía muy poco en mi memoria, por lo que emprendí, el pasado diciembre, la relectura de los dos primeros tomos para rematar por fin la trilogía.

Ahora, tras la lectura completa y con un bachillerato en literatura a cuestas, la fascinación se ha multiplicado notablemente. La trilogía de Funke no es solo una excelente novela de aventuras, con una impresionante imaginativa y una trama emocionante y perfecta, sino una gran reflexión sobre el papel de la ficción en la existencia humana y, tal vez sin quererlo, un compendio de explicaciones sobre teoría literaria.

En la primera parte, Corazón de Tinta , asistimos a la presentación de los hechos: Meggie, personaje principal (al menos en esta primera novela, porque luego la cosa se complica al tratar de señalar un protagonista), es hija de un encuadernador (Mo) quien le ha transmitido su amor desbordado por la literatura. Viven en una granja apartada atestada de libros, entre los que ella ha vivido durante sus trece años de existencia. No obstante, su lugar de residencia ha cambiado en numerosas ocasiones y el paradero de su madre, según Mo, es desconocido. Una noche, un tipo aparece en medio de la lluvia. Su papá lo hace pasar y se encierra a hablar con él en su taller. Meggie los espía y, entre otras cosas desconcertantes, nota la extraña forma en que se llaman entre ellos: Mo llama al extraño Dedo Polvoriento, mientras este llama a Mo Lengua de Brujo. Conversan sobre un tal Capricornio, quien al parecer busca a Mo para pedirle algo. Dedo Polvoriento le pide que lo acompañen, pues él los puede llevar con Capricornio antes de que sus hombres los encuentren y los hagan ir por las malas.

La historia avanza y se crean nuevas interrogantes, como el paradero de la mamá de Meggie, de quien Mo solo dice que “se encuentra de viaje”. Además, Dedo Polvoriento siembra en Meggie una inquietud: ¿por qué su padre nunca le ha leído nada en voz alta? Cerca de la mitad del libro, asistimos a la explicación de los enigmas: diez años atrás, Mo regresó a casa con una caja de libros usados recién comprados. Entre ellos se encontraba una novela titulada Corazón de Tinta (el libro dentro del libro… más o menos) la cual, Mo y su esposa (Resa) decidieron leer juntos al calor del fuego. Meggie, de escasos tres años, jugaba con sus libros ilustrados. Durante la lectura, de pronto Mo vio, parados frente a él, a los tres personajes sobre los que acababa de leer en el libro: Basta, Dedo Polvoriento y Capricornio. En palabras del propio Mo “Mi voz los había arrancado del relato como si fueran marcapáginas que alguien ha olvidado entre las hojas”. Basta y Capricornio son los villanos del relato y salieron con todo y su hostilidad. Mo, a como puede, trata de explicarle a los tres lo que cree que acaba de pasar, pero se ve en problemas para sacarlos de su casa sin que lo lastimen o lastimen a Meggie y ¿Resa? No, Resa no está por ninguna parte. Tras recuperar la calma, Mo lo comprende: su voz sacó a los tres personajes y a cambio entraron al libro Resa y sus dos gatos, quienes estaban en su regazo mientras Mo leía. Dedo Polvoriento no está del lado de los demás, por lo que muestra sus respetos a Mo, pero acaba huyendo también en la noche. “Ha sucedido.- Se dice Mo.- ahora estás metido en medio de un relato, como siempre has deseado, y es espantoso”.

Con el tiempo, Capricornio se instaló en un pueblo y comenzó a reunir jóvenes callejeros para convertirlos en sus sirvientes. Así mismo, consigue un nuevo lector (por lector entiéndase alguien con las habilidades de Mo) para que traiga a “este” mundo a sus secuaces favoritos. Dado que el lector, Darius, es obligado siempre de forma cruel a leer, no puede evitar tartamudear, y los personajes que logra extraer traen alguna deformación, como la cara aplastada o una pierna coja. Inclusive, por accidente, sacó a Resa, en perfecto estado excepto por el hecho de que no puede hablar. Dada la situación, Capricornio desea encontrar a Mo para obligarlo a leerle pasajes en los que se mencionen grandes tesoros, para que estos vengan al mundo y le pertenezcan. A la vez, quiere recuperar el ejemplar de Corazón de Tinta que Mo conserva, pues quiere deshacerse de todos para que ya no haya manera de que nadie lo devuelva al mundo de que procede. Dedo Polvoriento, por el contrario, extraña su antigua vida y desea volver, por lo que tratará de evitar la destrucción de todos los ejemplares, mientras Mo lo hará pues cree que poseer uno es la única vía por la cual recuperar a Resa.

Capricornio los apresa, pues quiere a su servicio el don de Mo. Cuando logran escapar, buscan al autor de Corazón de Tinta, un viejo llamado Fenoglio, para ver si conserva algún ejemplar de su obra. Al encontrarlo, este les dice que tenía varios, pero le fueron sustraídos. Obra de Capricornio, por supuesto.

El enfrentamiento continúa y Meggie, quien es capaz de dar vida a las letras con su voz, tal como su padre, une fuerzas con Fenoglio para acabar con Capricornio.  Dado que  el anciano es el autor, puede producir nuevos textos sobre sus personajes y, con la voz de Meggie, encaminar sus destinos de la forma que le plazca. Él escribe y ella lee. En el enfrentamiento final, además de la derrota de los malos, ocurre algo inesperado: Fenoglio, tras la lectura de Meggie, desaparece sin dejar rastro. Ha terminado en el Mundo de Tinta (interior del libro), de donde ya no se sabe si podrá regresar.

La transición entre una novela y otra no resulta para nada forzado, por lo que se puede intuir que sí se pensó desde un inicio como una trilogía. Quedan muchos cabos abiertos: Dedo Polvoriento no consigue regresar, pero al final roba a Mo el único ejemplar que queda del libro que contiene su mundo. Así mismo, dos de los secuaces de Capricornio quedan con vida.

El segundo libro inicia con el hallazgo de Dedo Polvoriento de otro lector, llamado Orfeo, quien consigue introducirlo por fin de vuelta en su mundo. Sin embargo, Meggie no se queda con las ganas de conocer el Mundo de Tinta del que su madre le ha hablado tanto y lee para introducirse a sí misma en él. Ya dentro encuentra a Fenoglio, quien está cada vez más desconcertado: su mundo, el que él creó al escribir el libro, no sigue lo que él escribió sino que actúa por su propia cuenta. Personajes destinados a sobrevivir hasta el final de la historia fallecen, un déspota monarca se hace cada día con más poder y las cosas siempre terminan mal, a pesar de los intentos de Fenoglio y Meggie por enderezarlo todo a punta de letras y lectura. “A lo mejor la historia ha cambiado” afirma ella, “y ésta es una nueva y todo lo que dice el libro se ha convertido en una montaña de letras muertas”. Se pregunta el narrador, más adelante “¿Podía vivir ese mundo si su creador estaba muerto? ¿Por qué no? ¿Deja de existir un libro sólo porque haya muerto su autor?”. Estas cortas frases resultan una manera rápida y económica de explicar la noción de “la muerte del autor”, expuesta por Ronald Barthes en 1968. Lo curioso es que la separación no es únicamente entre el texto y su autor, sino también entre aquel y el libro que lo contiene, o sea, los signos físicos que lo forman.

Por si no quedó claro, cerca de la mitad del libro, al seguir saliéndosele todo de control a Fenoglio, el narrador ahonda en sus pensamientos: “A los mejor existía de verdad en alguna parte el diabólico narrador que seguía urdiendo su historia, imprimiéndole giros siempre nuevos, alevosos e imprevisibles”. Autor y texto, autor y narrador, se separan cada vez más, hasta que resulta casi imposible que el autor retome el control de sus propias palabras.

Por muchas circunstancias, Mo y Resa terminan también dentro del libro y con el primero ocurre algo interesante. Fenoglio, en parte para divertirse y en parte para darle a la gente de su mundo una salida de la opresión, escribe canciones para los juglares sobre un tal Arrendajo quien, al estilo de Robin Hood, roba a los ricos para darle a los pobres. Lo curioso es que como modelo para su personaje toma a Mo, y este, conforme pasa tiempo en el Mundo de Tinta, se va convirtiendo poco a poco en Arrendajo. Él nunca había blandido una espada, excepto para echar a Basta y a Capricornio de su casa y sin embargo ahora consigue hacerlo con relativa facilidad. De hecho llega a matar para defenderse, cosa de la que no se creía capaz. El tercer y último libro desarrolla esta oscilación del personaje entre Mo y Arrendajo, al punto de que en un momento empieza a dudar si realmente quiere regresar a su mundo, pues lo que lo ha rodeado durante meses se le hace tan real que ya no puede creer que se trate del contenido de un libro: “…y al ver cada rostro se preguntaba si realmente las líneas habían sido trazadas tan sólo por las palabra de Fenoglio o si en este mundo no había, pese a todo, un destino independiente del anciano”.

Este proceso sufrido por Mo es un claro caso de quijotización en primer grado. Fenoglio escribió canciones sobre él y poco a poco se va convirtiendo en el personaje que los demás lo llevaron a interpretar. No obstante el proceso se da de forma inversa: Alonso Quijano leyó mucho y decidió interpretar en su vida un papel libresco, a despecho de lo que dijeran o pensaran los demás, quienes de hecho insisten en recordarle su condición de simple hidalgo manchego. Mortimer Folchart (nombre completo de Mo), entra a un mundo libresco donde le está esperando un papel a interpretar, una vida donde los demás le exigirán que sus actos sean los de Arrendajo, a despecho de lo que él o sus seres queridos piensen. En las canciones de Arrendajo se habla de su inmortalidad; el Príncipe Negro le recuerda “Esto es la vida real, no las canciones”. Mortimer se pregunta, “La vida real, ¿qué es eso?”. Mo está hundido dos niveles por debajo de la realidad. Ya no es la misma persona. Su confusión recuerda al exánime “Yo ya no sé quién soy” de la segunda parte del Quijote.

Como se puede notar en estas líneas que apenas bosquejan una pequeña parte de la historia, el fuerte de la saga está en el desarrollo de sus personajes. Aunque, como es de esperarse en una novela de fantasía destinada a un público infantil (los tomos de Siruela señalan “12 años en adelante”), se da una clara división entre buenos y malos, los personajes no dejan de tener facetas que provocan cuestionamientos respecto a sus motivaciones, pertenezcan al bando que pertenezcan. Dedo Polvoriento es el mejor ejemplo de esta ambigüedad, al menos en los dos primeros libros. Él tiene un objetivo: regresar al Mundo de Tinta, por el cual llega incluso a cometer traición al entregar a Mortimer a Capricornio. Su motivación es perfectamente comprensible, hasta que nos enteramos de que Dedo Polvoriento sabe que Resa ha sido recuperada del libro y es cautiva en el castillo de Capricornio. A la vez, él no informa a Resa de que su familia está cerca, ¿es que acaso siente algo por ella? ¿Quiere mantenerla lejos de ellos y dejársela para sí? Es difícil asegurarlo, pero aún así no cuesta nada sentir rabia contra él en ciertas secciones del relato. Así mismo, la familia de Meggie no llega a estabilizarse por completo, pues ella no puede evitar sentirse celosa por esa extraña que de pronto llegó a ser, a demás de su madre, la esposa de su padre, a quien ella había tenido para sí  durante toda su vida.

Al final de la historia, Meggie y su familia permanecen en el Mundo de Tinta. Resa da a luz a un hijo, quien crece arraigado a esa realidad. Sin embargo, tanto Meggie como la tía Elinor le contarán de ese  otro mundo de máquinas voladoras, música enlatada y carruajes sin caballos, un mundo que considerará “emocionante, mucho más emocionante que el suyo”. Esta frase cierra la trilogía y uno no puede dejar de sentirse vacilado. No porque el final sea malo, sino porque venimos leyendo más de 1900 páginas sobre personas que, como nosotros lo hemos hecho incontables veces, han soñado con introducirse en el mundo de los libros para vivir las aventuras que han estado reservadas desde siempre a los héroes y heroínas de tinta y papel, y todo termina con alguien que, habiendo nacido en ese mundo, añora el nuestro. Esa es la última reflexión de Mundo de Tinta: la ficción siempre estará ahí, tentándonos con sus bellezas, sus horrores, sus aventuras y desventuras, porque nunca estaremos satisfechos con lo que tenemos. La labor de la ficción es llenar ese vacío, aunque sea parcialmente; si lo llenara del todo y pasara a ocupar el lugar de nuestra realidad, tal vez todo sería “espantoso”, como lo percibió Mo al tener delante a Basta y a Capricornio. Casi dos mil páginas de excelente literatura. No hay que perderle la pista a Funke, quizá, la mejor autora de fantasía contemporánea.

Nota adicional: hace un par de años se hizo una adaptación al cine de Corazón de Tinta, Inkheart en inglés. Recomiendo fuertemente NO ver la película, al menos sin leer el libro antes. Es una pesima adaptación y una pésima película.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Reflexiones posmodernas de un posmoderno asustado de serlo



Uno sabe que el mundo se ha vuelto loco cuando el mejor rapero es blanco, el mejor golfista es negro, los suizos ganan la Copa América de vela, Francia acusa a EEUU de arrogancia, los alemanes no quieren ir a la guerra y los pacifistas se manifiestan con violencia.

¿Internet? ¿Sabiduría popular? ¿Alguien?


2010 y el rancho ardiendo. Hace más de dos milenios Cristo nació, vivió, murió y resucitó, pero algo lo espantó de vuelta al cielo. ¿Una visión de lo que le esperaba a esa humanidad de la que se había decidido a formar parte? Tal vez. La cosa es que se fue y aquí seguimos los demás, disque construyendo algo nuevo con los restos de lo que fuimos y quisimos dejar de ser, para ser algo más; cuando menos, algo distinto.

Terrícola. Americano. Latinoamericano. Centroamericano. Costarricense. Josefino. Paveño. La geografía pone más epítetos delante de uno que la universidad. Católico. Agnóstico. Demócrata. Capitalista. Esas me las pusieron mis papás y la sociedad. Las tachaduras son mías (así como las correcciones) y hubiera querido varias más pero uno sigue votando para evitar el mal de conciencia y consumiendo para no perder la costumbre y ya ni modo. Estudiante. ¿Filólogo? ¿Literato? ¿Lingüista? Mi título y mi actividad académica siguen sin ponerse de acuerdo. Por mí, escritor y bajista estaría bien. ¿Bajista? Sí. Devoto metalero. Faltaba esa: Metalero. Si consideramos las múltiples opciones con las que se podría cambiar cada una de esas designaciones, y las combinaciones de las mismas, nos enteramos de la enorme, ciclópea (aunque tenga muchos ojos) cantidad de posibilidades disponibles para ser un individuo de la sociedad global contemporánea. ¿Contemporánea? Una consulta al adorado tormento y 1. adj. Existente en el mismo tiempo que una persona o cosa. 2. adj. Perteneciente o relativo al tiempo o época en que se vive. 3. adj. Perteneciente o relativo a la Edad Contemporánea. Pues sí, con mayúsculas y todo. En la escuela me grabaron a cincel las diferentes edades de la historia: Antigua, Media, Moderna y Contemporánea. No podía ser diferente. Pero a pesar de todo, un término sigue flotando en el ambiente con intenciones de meterse en el lugar de “contemporánea”, para impregnarlo todo con sus aires posmodernos.

Posmodernidad. ¿Edad Posmoderna? Algo así. Mucho gusto. ¿Me podría decir exactamente qué es usted? Me lo imaginaba, yo tampoco. En primer lugar, ¿Por qué posmodernidad, si teníamos ya el simple y bonito nombre de Edad Contemporánea? Ya Alejandro Sastre observó el inconveniente, como lo reseña José María Laso Prieto: “[Sastre] discute incluso la propia pertinencia del término posmodernidad, ya que –después de una perspectiva histórica– a la Edad Moderna sucede la Edad Contemporánea. Sería por ello mejor hablar de contemporaneidad que de posmodernidad” (2008). No obstante, es un hecho que resulta un tanto inocente a nivel histórico pretender que de ahora en adelante viviremos en la Edad Contemporánea, como si no existiera la posibilidad de que la historia siguiera su curso y algún hecho futuro, si no es que ya pasado, le sirviera a los futurísimos historiadores para marcar un fin de esta edad y el principio de otra. Además, si hemos dado en llamar a nuestro tiempo Edad Contemporánea, ¿cómo llamaríamos una edad posterior? ¿Edad más Contemporánea? ¿Edad poscontemporánea? ¿Contemporánea 2.0? No sé a quién se le habrá ocurrido que su tiempo debía llamarse Contemporáneo, nombre propio, como si el tiempo que restara fuera por siempre a ser igual a su tiempo. En fin, si Fukuyama se atrevió, tras la caída de los regímenes del este de Europa y de la perestroika de Gorbachov, a proclamar el fin de la historia, con el triunfo incuestionable de la democracia y el capitalismo, la verdad es que se puede uno creer cualquier cosa.

Tal vez sea un mero síntoma de estar vivos y no tener más para juzgar el mundo que el presente en que vivimos, pero realmente es difícil imaginarse el mundo dentro de cien años, cuando otros nos conviertan en sus objetos de estudio, como representantes de un tiempo y una sociedad ya pasados y, acaso, superados. Los renacentistas se imaginaron al principio de una era de progreso indetenible, el renacer, la recuperación del centro del universo y del pensamiento. No se podían imaginar que sus inmediatos sucesores echarían de menos al Abba Pater y serían víctimas de un miedo al vacío que los llevaría a saturar sus altares y enrevesar sus poemas, ni que dos siglos después se declararía, ahora sí, la razón como ama y señora del universo, de cuya mano la humanidad llegaría al estado supremo de iluminación y conocimiento; máxime si de la otra mano la llevaba la industrialización decimonónica. Lo que nadie podía esperarse, ni renacentistas, barrocos, ilustrados ni industrializados, era que a los catorce años del siglo XX lo que exhibiría el ser humano con toda su maquinaria sería su incontenible capacidad de destrucción. La Gran Guerra, llamada así porque no podía saberse que aquello tendría segunda parte, aún más devastadora. Con esos antecedentes, es duro, y aterrador, imaginar qué podrá esperarse de aquí a algunas décadas. Como explica Laso Prieto, según los teóricos de la posmodernidad, “esta sociedad liberará al hombre de sus limitaciones físicas y económicas, pues el trabajo automatizado de las máquinas, los ordenadores, etc., suprimirá, casi por completo, el trabajo muscular y proporcionará al hombre más tiempo libre” (2008). Algo así dijimos de la Revolución Industrial. Si a tales esperanzas siguió el desencanto brutal de las Guerras Mundiales, no quiero suponer lo que nos espera ahora.

“Estoy convencido (…) de que nos esperan tiempos difíciles y oscuros” afirma el profesor Dumbledore en las últimas páginas de Harry Potter y el cáliz de fuego. En realidad la oscuridad medieval, tan supuestamente desterrada por el Siglo de las Luces, parece no haberse ido o retornar ahora renovada. Pero no se trata tanto de drama pesimista, que bien podría hacerse dadas las expectativas de futuro ya apuntadas, sino de una consideración de lo que nos ofrece la cultura a nuestro alrededor, hoy día. “Hace ciento treinta años, después de visitar el país de las maravillas, Alicia se metió en un espejo para descubrir el mundo al revés. Si Alicia renaciera en nuestros días, no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría asomarse a la ventana” (2003: 2) afirma Galeano en un brevísimo prólogo, quizá un epígrafe, de su Patas Arriba. La escuela del mundo al revés. En la última página del texto, se lee otro pequeño párrafo (deberíamos buscarle un nombre a un epígrafe final): “El autor terminó de escribir este libro en agosto de 1998. Si quiere usted saber cómo continúa, lea, escuche o mire las noticias de cada día” (346). La historia no se escribe solo en libros. Está ahí, viva en el mundo, o más precisamente, en los medios. Si bien Galeano hace de algún modo drama pesimista, con justa razón, su visión me sirve para apuntar a otra oscuridad. Culturalmente estamos sumidos en unas tinieblas curiosas. Un video de El Burro de Licha, subido recientemente a youtube , parodia el programa Gladiadores Americanos. La burla consiste en que, sobre el video en que cada uno de los gladiadores se presenta, un ingenioso observador grabó voces con parlamentos alterados para los personajes, de modo que se caracteriza a cada uno como representante de un estrato sociocultural costarricense. Aparecen el típico pachuco ligador, el polo “de allá p’entro” y el negro limonense. Sin embargo, llamó mi atención ver que además incluyeron al bailarín brasileño que conformó un grupo de baile en el país. Culturalmente, ya este individuo con acento portugués, cuerpo escultural y gran (o no tanto) habilidad para mover las caderas forma parte de los costarricenses. Así mismo el colombiano, el nica y hasta el gringo que se viene a vivir a una costa nacional. Nuestra cultura no es un caldo homogéneo, muchísimo menos blanco, como se pretendió (y aún se pretende) creer. ¿Qué es ser costarricense en la actualidad?

Esa pregunta puede hacer eco de muchas maneras. ¿Qué es ser un joven costarricense en la actualidad? En primer lugar, estar expuesto a una avalancha de subculturas, entendiendo por estas lo que define Bernal Herrera como las formas culturales “conscientemente adoptadas por grupos minoritarios que se identifican de manera explícita con un conjunto de prácticas que, sin ser las dominantes, no cuestionan los valores centrales de la cultura dominante en la cual se insertan” (2006). Apunto a los otaku, los emo, los metaleros, los punk y demás subculturas con las cuales la juventud (sí, sí, yo también) se identifica cada día más. Estas manifestaciones cobran cada vez más fuerza, al punto de que se realizan festivales dedicados al manga y el anime, así como a las historietas de producción occidental, con organizaciones y producciones cada vez más refinadas, y con una concurrencia de miles de personas. Así mismo, recientemente el Ministerio de Cultura y Juventud realizo el Primer Encuentro de la Cultura Metal, acogiendo en la oficialidad a una manifestación cultural que años atrás sufrió persecución policial y mediática.

En la literatura se notan movimientos similares, como es el caso del actual surgimiento de la ciencia ficción nacional, que no solo se manifiesta cada vez más en libros de publicación independiente, sino que ya ha calado hasta las editoriales estatales, como es el caso del libro Deus ex machina, de Daniel Garro, y la antología Posibles futuros, de varios autores, ambos publicados por la EUNED. La fantasía y el terror también son géneros que cada vez están adquiriendo más presencia no solo en editoriales y publicaciones, sino en las mismas universidades, donde se las toma en cuenta en cursos y trabajos.

Es evidente que tanto en música, cine, literatura y cultura en general, hoy en día la diversidad es enorme y la tendencia apunta cada vez más a la defensa de lo que la oficialidad, la academia, la crítica, han relegado a los márgenes. La posmodernidad, afirma Laso Prieto, muestra “incredulidad respecto a los grandes relatos; entendiendo por tales la dialéctica hegeliana de la historia, la teoría de la lucha de clases, etc.; por el contrario, total asunción de los pequeños relatos que constituyen la forma que adopta la invención imaginativa” (2008). Podríamos cambiar los términos “grandes relatos” por “géneros consagrados” y “pequeños relatos” por “géneros marginados” y tendríamos el panorama literario contemporáneo.

Eduardo Galeano, dando voz a estos “pequeños relatos”, enuncia grafitis que lee en las ciudades latinoamericanas: “Cuando teníamos todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas”, escribe alguna mano anónima en un muro de la ciudad de Quito” (2003: 320), cita, en una frase que pareciera encerrar el significado de toda una era, la era del pos-: posestructuralismo, el poscolonialismo, la posmodernidad, en fin, el momento en que la humanidad se quedó sin alternativas, en que no encontró otra posible solución y no encontró más que mirar atrás y arremeter contra las promesas que nunca se cumplieron. Si hubo o hay salidas, ya Galeano no las enuncia. Palabras de Alain Turain, teórico de la posmodernidad citadas por Carlos Fuentes, no lo pueden decir mejor: “"Pertenezco a la eterna izquierda, la que nunca ejerce el poder, que por esencia se inclina al abuso" (Fuentes, 2002). Ante la imposibilidad de detener la injustica, al quedar el capitalismo “súbitamente huérfano de enemigo” (2003: 317), como dice Galeano, no queda más que hacerle la vida lo más difícil posible, con ironía y crítica, así como una juventud se la hace a una tradición literaria y cultural que ya no los representa, que ha dejado de serles propia y necesita ser sustituida por algo, por lo que sea.

No obstante ese camino no está libre de inconvenientes. En la introducción de Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas, Umberto Eco señala que “si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre (…), la mera idea de una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos, y elaborada a la medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. Y puesto que ésta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se convierte en el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la ‘cultura de masas’ no es signo de una aberración, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de cultura (último sobreviviente de la prehistoria, destinado a la extinción) no puede más que expresarse en términos de Apocalipsis” (1973: 12). Sin embargo, “en contraste tenemos la reacción optimista del integrado. Dado que la televisión, los periódicos, la radio, el cine, las historietas, la novela popular y el Reader’s Digest ponen hoy en día los bienes culturales a disposición de todos, haciendo amable y liviana la absorción de nociones y la recepción de información, estamos viviendo una época de ampliación del campo cultural en que se realiza finalmente a un nivel extenso, con el concurso de los mejores, la circulación de un arte y una cultura ‘popular’. Que esta cultura surja de lo bajo o sea confeccionada desde arriba para consumidores indefensos, es un problema que el integrado no se plantea” (ídem). Como concluye Eco, apocalipsis e integración cultural son, en última instancia las dos caras de un mismo problema puesto que, si bien es cierto la cultura es hoy por hoy mucho más que lo política o académicamente correcto, las bellas artes y las costumbres tradicionales, la alternativa a todo esto no puede ser ese “lo que sea” tan arbitrario que enuncié arriba, que ha de dar a los jóvenes una nueva cultura de donde apoyarse. Y a pesar de que Eco escribió esto hace casi cuarenta años, seguimos en una sociedad donde conviven directores de secciones culturales de periódicos que exigen métrica y rima para publicar poemas, con profesores universitarios que afirman que la literatura ha perdido su responsabilidad de ser profunda en pro de ser entretenida, lo cual conviene más ahora que no se lee.
Quién sabe, tal vez el mismo hipotético lector de estas páginas no me reproche dejar a Harry Potter sin referencia bibliográfica. Al fin y al cabo es Harry Potter. ¿O no? ¿Apocalíptico?  ¿Integrado? ¿Habrá que añadir otra a las etiquetas con que empezamos? No sé, dígame usted.


Bibliografía

Eco, Umberto. Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas. Barcelona: Lumen. 1973.
Fuentes, Carlos. En esto creo. México: Seix Barral. 2002

Galeano, Eduardo. Patas Arriba. La escuela del mundo al revés. México: Siglo XXI editores. 2003.

Herrera, Bernal. Cultura y contracultura: observaciones periféricas. (Documento en línea). Realidad, 108. 2006. http://www.uca.edu.sv/revistarealidad/archivo/4ca36cc5b50cbculturaycontracultura.pdf. Consultado el 2 de diciembre de 2010.

Laso Prieto, José María. Ideología de la posmodernidad. (Documento en línea). El Catoblepas. n.78. 2008. http://www.nodulo.org/ec/2008/n078p06.htm. Consultado el 2 de diciembre de 2010.

jueves, 14 de octubre de 2010

Y me hice lector...



Nada especial, solo un recuento de mis primeras experiencias como lector, que escribí un día de estos por puras varas. Lo pongo más por activar el blog que por otra cosa. Estoy conciente de lo poco interesante que estas líneas pueden resultar para quien... no sea yo. En fin, quien sienta curiosidad por saber cómo un mae común y corriente (más común que corriente... y viceversa) se acercó a los libros, puede seguir. A quien no le interese, pues, ya le advertí.

***

Crónica de una muerte anunciada fue el primer libro que me sorprendió. Lo leí con unos quince años a cuestas. Había leído muy poco antes. En la escuela me tragué muchos libros, pero fue siempre una lectura desinteresada, de trámite, exactamente como tomarse una pastilla. Recuerdo haber disfrutado de Algunos niños, tres perros y más cosas y Un tiesto lleno de lápices, de Juan Farias, de los cuales no recuerdo nada, excepto que el segundo lo protagonizaba una familia cuyo hijo curioso había descompuesto el reloj de la sala, por lo que se habían acostumbrado a leerlo al revés. También leí La Tierra del Sol y la Luna y El Fuego de los pastores, de Concha López de Narvaez. La primera era una novela histórica sobre la lucha entre cristianos y musulmanes. En algún momento los moros quemaban una iglesia católica y un personaje, un moro, afirmaba desolado “No era de este modo, por Dios que no era de este modo”. Recuerdo una historia de amor entre una cristiana y un moro. O al revés, no sé. El fuego de los pastores era una historia con historias enmarcadas, como Las mil y una noches. Los pastores se reunían todos los días alrededor del fuego y contaban los cuentos que uno iba leyendo. Recuerdo uno, La noche de las ánimas, sobre un pastorcillo que no temía a los lobos pero sí a los fantasmas. Leí también El globo azul, sobre un chiquito vestido de azul que se inflaba y volaba por los aires, o algo parecido. Hubo otros muchos libros, pero de ninguno  guardo datos precisos. En quinto grado leí Verano de colores y Pantalones largos, de Lara Ríos. Fueron libros que me acompañaron durante toda la adolescencia. Se trataba de los diarios ficticios de Arturo Pol, un adolescente común y corriente (y ficticio) que contaba sus experiencias como colegial. Por alguna razón me encantaban esos libros. Los leí en cada período de vacaciones durante unos seis años. Luego añadí Pantalones cortos, el que en realidad era el primero de la saga.

En el colegio no leí casi nada. Leer era en realidad un castigo para mí en ese entonces. Lo interesante es que en la escuela no me era tan difícil aplicarme con la lectura, pero aún así no me gustaba mucho, sino como una asignación apenas un poco menos desagradable que las demás. Muchos años después, pero no frente al pelotón de fusilamiento, el profesor Alfonso Chase, en un curso de generales, preguntó en un cuestionario si la lectura nos gustaba o nos resultaba solo una imposición académica. Recuerdo que contesté que no era de mis pasatiempos, pero que me había gustado en la mayoría de ocasiones en que me la habían impuesto. Era cierto. En el colegio, como decía, leí sin pena El viejo y el mar, Una burbuja en el limbo, En una silla de ruedas y la ya mencionada Crónica de una muerte anunciada. La Odisea y El Quijote, se me hacían hazañas imposibles. Ni siquiera me preocupé mucho por consumirlas y me atuve a los resúmenes mediocres que nos suministró la profesora, los cuales bastaron para resolver los exámenes mediocres que nos aplicó el Ministerio de educación.

En clase de psicología nos mandaron a leer El alquimista, de Coelho. Me gustó mucho. Ahora, cuando he sido bombardeado por la negativa académica contra ese autor, no puedo evitar arrugar la cara ante su mención. Sin embargo, recuerdo que me gustó. Pasó lo mismo con El demonio y la señorita Prim, que leí por mi cuenta. Tendré que leerlos de nuevo para saber de qué lado estoy.

Impulsado por mi novia de entonces leí Un grito desesperado, de Carlos Cuahutémoc Sánchez. En aquel momento me pareció revelador, puesto que decía cosas que nunca había escuchado o leído en otro lado. Además, mi condición de individuo desinteresado por absolutamente todo se vio apoyada por frases como “Tener cultura es como poseer una colección de pinturas caras: es algo muy apreciado pero que no sirve para nada”. Me alegro de haberlo leído, porque si no, mi aborrecimiento sería completamente infundado.

Comenzando la universidad leí Pedro Páramo y La mujer habitada. El primero me resultó abrumador. Un no lector, o lector no, como era yo entonces, no podía encontrar sentido a semejante maraña de historias intercaladas. La mujer habitada sí me atrapó y me resultó una lectura intensa y agradable. No la he vuelto a leer, pero creo que me volvería a gustar mucho.

La próxima lectura que recuerdo fue Harry Potter. Fui a ver las dos primeras películas y decidí que no iba a esperar a la tercera para saber qué pasaba con la historia. Los leí en un absoluto caos: El prisionero de Azkabán, El cáliz de fuego, La cámara de los secretos, La orden del fénix, La piedra filosofal, El secreto del príncipe y Las reliquias de la muerte. Fue en un período extenso de tiempo, pero junto todos los libros en este párrafo por pura unidad temática.

Aún así, todavía no había comenzado a leer. La lectura se convirtió en parte de mi vida (a veces pienso si la vida no será parte de mi lectura, más bien) a los diecinueve años, cuando me di cuenta de que quería escribir. No sé muy bien cómo fue. Recuerdo estar jugando con unos legos y haber ideado unos personajes de los que no me pude deshacer nunca. Todavía andan aquí adentro, esperando a que los escriba. Pero tendrán que esperar a que lea y viva un poco más, porque me hace falta.

El asunto es que de alguna manera asocié ese súbito influjo creativo con la escritura, y un día un buen amigo me dijo “mae, para escribir bien tiene que leer mucho”. Fue como concebir el mundo de otra manera. Tenía que leer, leer, leer todo lo que pudiera. Fue otro de esos momentos que determinaron mi futuro como literato. De los momentos que me sacaron de una estancada carrera como informático y me llevaron donde tenía que estar.

Busqué todos los libros que tenía guardados desde el cole. Nunca encontré mi edición de En una silla de ruedas, pero di con El Quijote, la susodicha Crónica y algunos más. Fui comprando más y más libros. Hasta hoy no he parado. He leído mucho en estos años, pero aún así es poquísimo en comparación con lo que tengo. Hay cosas que uno se encuentra y no puede dejar pasar, porque algún día las tiene que leer, y en un país anticultural como este, es mejor aprovechar la primera oportunidad de hacerse con un libro, porque puede ser la única.